La pobreza y la aparentemente incontrolable violencia de las pandillas son las verdaderas causas de la muerte de David, el niño que hace pocos días fue asesinado con métodos salvajes por unos diez miembros de una pandilla.
David vivía al lado de abuela con otros tres niños más, exactamente en una zona fronteriza entre territorios que controlan, y se disputan, la mara Salvatrucha con la 18. Esos linderos invisibles son los que fijan todas las razones juntas para vivir o morir.
La historia de David, el niño de 11 años que murió de la forma más deshumanizada que cualquiera podría imaginarse, es la de muchos salvadoreños que posiblemente están muertos por las mismas causas.
La sencilla casa que habitaba David está ubicada a la orilla de un barranco del río Arenal. Ese río separa los municipios de San Pedro Perulapán y el de Santa Cruz Michapa. El pecado de David es que vivía en tierra de nadie. Sobre todo porque a cada uno de los dos lados del barranco los dominan dos violentas maras.
Esa zona es tan cruenta que un oficial de la Policía Nacional Civil (PNC) reconoció a Diario1.com que las autoridades de cada municipio no quieren hacerse cargo de la vigilancia de esa zona. Por eso es que, en cada crisis de violencia, casi nunca llegan policías a auxiliar a los pobladores que viven entre arenales y paredones.
La más aprovechada de esa situación, de la inoperancia policial y de las cosas que pasan en la tierra de nadie, es la mara 18. Ese territorio lo han definido, incluso, como cuna de cementerios clandestinos.
Lo que pasa en ese territorio fronterizo entre maras es tan grave que para entrar a esa jurisdicción los vecinos deben dar una alerta de salvaguardia para definir la hora en que los periodistas pueden llegar.
Es por esa misma razón que una pandilla no respetó ni siquiera el entierro del pequeño David. En medio sepelio unos mareros armados llegaron a llevarse a un hombre que convivió con la actual mujer de un marero. Al hombre querían matarlo a escopetazos, si le iba bien. Si lo hubiesen agarrado con saña, hubiesen desmembrado sus principales miembros. Pero, el día del entierro de David, lo salvaron varias mujeres que se convirtieron en su escudo.
Lo peor de todo es que la hermana de 15 años de David podría ser deportada por las autoridades migratorias de los Estados Unidos.
Pasó lo mismo
Para que periodistas de Diario1.com llegaran de nuevo a la tierra del pequeño David, debieron hacer varias llamadas telefónicas hasta que les dijeron que la tierra estaba, alrededor del mediodía, libre de miembros de las pandillas que dominan el área.
La abuela y los familiares de David, el niño de 11 años brutalmente asesinado por miembros de una mara, están aterrorizados.
Otro drama familiar
Lo primero que supimos ahí es que la hermana de David, una niña de 15 años que está en Estados Unidos y a quien David no quiso acompañar en esa ruta de escape por quedarse con su abuela, puede ser deportada pronto. Es parte de los menores que autoridades de Estados Unidos quieren deportar.
La niña se fue hacia Estados Unidos hace nueve meses. La madre mandó $16 mil para que tanto a ella, como al pequeño David, se los llevara hasta al norte un coyote.
David no quiso marcharse con ella. Si lo hubiese hecho, su vida quizá se habría salvado. Pero el día que llegó el auto por los dos menores, David se devolvió y le dijo a la abuela que quería quedarse con ella. Entonces, sólo su hermana se marchó con el coyote.
El viaje de la niña duró un mes. Pero, al llegar a los Estados Unidos, la niña fue retenida por las autoridades de migración. La detuvieron durante dos meses porque algo falló en los planes del coyote.
Durante ese tiempo, la madre de la niña (ambas no se identifican por seguridad), presentó una serie de documentos ante tribunales migratorios estadounidenses. Un juez decidió entregarle la niña a su madre por un período de dos años mientras emite una resolución final. Pero es probable que a la niña la deporten como a muchos otros menores salvadoreños y centroamericanos.
La abuelita de David está convencida que si los estadounidenses deportan a la niña, es muy probable que también la asesinen los pandilleros de cualquiera de las dos agrupaciones que se disputan el territorio fronterizo entre ellos.
“Si regresa me la matan”, dice la abuela como si llevara consigo una premonición o mil secretos guardados.
La primera razón que alega la abuela es que la niña asistía a la misma escuela en Santa Cruz Michapa, un centro escolar asediado por las maras.
“La niña me llama por teléfono. Me pregunta por David. Yo no sé qué decirle. Yo los críe desde niños. Si viene me matan también a la niña”, sostiene la mujer.
La segunda sorpresa que supimos, esta vez, es que en la casa de la abuela viven otros tres niños que también acudían a la misma escuela de David. Cuando mataron al pequeño, la escuela se acabó para los otros menores.
Entonces nace un drama adicional: ningún maestro, ningún funcionario, se ha acercado donde la abuela de David para conocer las razones de la nueva deserción escolar. Mucho menos han preguntado sobre la forma cómo pueden ayudar en medio de esa tierra de nadie donde los que mandan son los pandilleros. Ahí pareciera que no hay Estado porque las instituciones no reaccionan.
Todos saben que en Santa Cruz Michapa predomina la mara 18 (a la que pertenecen los asesinos del pequeño David). En las escuelas de San Pedro Perulapán gobierna la Mara Salvatrucha. Y todos saben cuál es la sentencia que reciben los niños que se pasan de una escuela vigilada por una mara diferente. El pago es la muerte. No hay marcha atrás.
“Nosotros somos pobres. Dígame, ¿qué hago? No tenemos a donde irnos. No tengo dinero para mandar a los otros niños a Estados Unidos. Aquí no se puede vivir. La policía nunca llega. Nadie hace nada. Nadie me orienta. Yo estoy desesperada mientras lloro a mi pequeño David”, dijo la abuela.
Cuando hablamos ella, prefirió esconder a todos los niños. “Los mareros pueden vernos desde aquellos paredones. Pueden creer que ustedes son policías”, nos aseguró en medio de una atmósfera en la que se sospecha que cualquier ojo es espía y puede decretar la muerte.
Es evidente que la familia de la abuela necesita de sicólogos. Los niños lloran al escuchar cualquier ruido. El temor a que sucedan otras muertes ya es parte de los escenarios en esas tierras llenas de pobreza y limitaciones. Pero a lo que más teme la abuela es a la noche. Ella sabrá por qué.
La herencia de David
Aunque al morir solo tenía once años, David se comportaba como el hombre de la casa, como si fuese un adulto preparado para las exigencias.
David le dejó a su abuela una milpa de 24 metros cuadrados con unas mil mazorcas de maíz que podrían morir por falta de lluvia. Su abuela afirma que nadie como él podía enamorar la tierra para cultivarla.
En la casa de David todavía está su tortuga. El la bañaba todas las mañanas. Era su consentida y la alimentaba con pequeños bocados de frutas y verduras.
Pero en la casa de David, la más triste es “Dayla”, la perrita del niño. Una yegua que tenía el niño se la robaron hace dos años. Dicen que David la tenía tan amaestrada que cuando él le decía “morite”, la yegua caía al suelo. David bromeaba con sus amigos: “ay, se me murió la yegua”. Pero en esa tierra de nadie, centro de combates entre mareros, un buen día la yegua no amaneció en la casa. Nadie la volvió a ver.
En ese lugar ahora hay reportes de otras dos personas desaparecidas. Los policías que temen entrar ahí, a veces se llenan de coraje y, siguiendo los rastros de algunos zopilotes buscan a la luz del día cementerios clandestinos.
Al igual que la abuela, los policías saben que en ese territorio no se puede estar de noche. Ellos saben por qué.