El Salvador
viernes 15 de noviembre de 2024

Una salvadoreña con trabajo en EE.UU. y la vida partida en dos

por Redacción


A los 14 años quedó embarazada, a los 20 tenía cuatro hijos y un matrimonio que caía a pedazos. Nacida en San Francisco, un caserío en las montañas de Chalatenango, no pudo estudiar porque la pobreza la empujó desde niña a trabajar de vendedora en la calle.

(AFP) – Sin trabajo ni educación, Mirna Meléndez pagó a un traficante de indocumentados para salir de El Salvador. A sus cuatro hijos les avisó: «Les va a faltar mi amor aquí, pero no ayuda».

Diecisiete años después y a 3.300 km de su tierra, cumple con su familia limpiando y cocinando a diario en una casa de Brooklyn, sudeste de Nueva York.

Aquel día gris, su vida quedó partida en dos: dejó a Javier, de solo cuatro años; a Roxana, de seis; Sindy, de nueve; y Liliana, de 11, bajo cuidado de sus abuelas en Chalatenango, 90 kilómetros al norte de San Salvador.

«Les dije que me iba por cinco años, pero sabía que no era así», cuenta a la AFP esta trigueña de 43 años, baja estatura y cara redonda, sentada en el salón de la casa donde trabaja.

Nacida en San Francisco, un caserío en las montañas de Chalatenango, no pudo estudiar porque la pobreza la empujó desde niña a trabajar de vendedora en la calle.

A los 14 años quedó embarazada, a los 20 tenía cuatro hijos y un matrimonio que caía a pedazos: José partió primero a Estados Unidos, donde trabaja de jardinero indocumentado en Maryland.

Convencida de que en Chalatenango nunca saldría adelante, se endeudó para pagar los 7.000 dólares que le exigía un ‘coyote’ (traficante de personas) para llevarla a Estados Unidos, como hacen miles de centroamericanos en busca de empleo. Tras el «sueño americano», arriesgan su vida en el camino plagado de bandas crimales.

Allá le esperaba el trabajo duro. Sin hablar bien inglés, se ha ganado la vida como empleada doméstica, obrera, ayudante de cocina en un restaurante salvadoreño y cuidadora de ancianos.

Hoy, ya con papeles, paga los estudios de Javier y Roxana en El Salvador, ayuda a Liliana y Sindy, que cuando crecieron emigraron a Estados Unidos, y termina de criar a otras tres hijas -de 14, tres y dos años-, que tuvo con Fernando, un salvadoreño que conoció al llegar a Nueva York.

FOTO: AFP

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Trabajadora todoterreno 

Con abnegación y coraje, Mirna mantuvo a los hijos que dejó y no vio crecer. De pequeños vivieron en San Francisco con su madre, Juana, hasta que ésta enfermó y se mudaron con la abuela paterna, Gudelia, al pueblo vecino, El Rosario.

Con poco dinero y muchos años sin documentos, a El Salvador sólo ha podido ir tres veces. Aún así se siente cerca de sus hijos.

«Soy una mamá muy protectora, de carácter. A mis hijos los he sabido corregir por teléfono, a pesar de no estar allí. Quiero lo mejor para ellos», explica como excusándose.

De visita en casa de su abuela Gudelia, Javier, de 21 años, habla a la AFP con orgullo de su madre: «Es una trabajadora todoterreno».

«Cuando llama, nos cuenta que termina el día cansada. Sale tarde de trabajar y debe llegar a su casa a preparar la cena», relata el joven, quien con Roxana visita a las abuelas los fines de semana.

Ambos saben bien el precio que hay que pagar por irse del país para trabajar.

A diferencia de sus padres y de Liliana y Sindy, no piensan emigrar y viven en una modesta casa que Mirna les compró en San Salvador, donde estudian comunicación y radiología médica en la Universidad.

Emigrar es «perder la vida de familia», advierte Javier. «Primero mi abuela Juana y luego la abuela Gudelia han desempeñado el papel de madre y padre a lo largo de estos años», agrega.

En la casa de concreto blanca y celeste, rodeada de flores y árboles frutales, Gudelia recuerda cuando tenía poco para la comida y las medicinas de los niños si enfermaban.

«Hemos pasado momentos difíciles, de angustia. Las remesas nos ayudan a cubrir necesidades, pero se pasa mucha soledad», comenta la abuela.

El Salvador, de 6,2 millones de habitantes, tiene a otros tres millones en el exterior -85% en Estados Unidos-, que en 2013 enviaron remesas por 3.969 millones de dólares, 15,9% del PIB.

El Rosario, una localidad de caminos de tierra, donde habitan unas 200 familias, vivía del cultivo de cebolla pero hoy muestra la inyección de remesas: una calle de acceso asfaltada, vehículos doble tracción y viviendas de concreto.

La de Gudelia fue levantada, con ayuda de Mirna y José, junto a la vieja casa de adobe y tejas donde crecieron los niños.

Javier y Roxana guardan una ilusión: «Que un día nuestra madre vuelva para quedarse», revela él.

Pero Mirna no piensa volver tras sus pasos: «Me encantaría que mis hijos vinieran un día a ejercer su carrera acá. Sería la mujer más feliz del mundo».