Apenas tiene cinco años. Es de esas niñas que quien la mira siempre menciona dos vocablos: es linda y muy inteligente. Alexandra tiene unos profundos y brillantes ojos negros. Es chispeante.
A pesar de su corta edad, ella dice que es profesora. Así juega con sus amigas en ese pobre barrio de El Calvario de El Carmen, en Cuscatlán. Y se divierte con otras niñas como si en su vida ningún suceso triste hubiese pasado. Por eso es que, con filosa habilidad, asume la falsa tarea de enseñar a sus amiguitas.
Alexandra es huérfana desde hace pocos días. A sus padres los mataron. La mamá era una “chelita” que sólo tenía 23 años. Su papá era mayor. Hace poco cumplió los 32 años. Él era pandillero y ella su compañera de vida.
El papá de Alexandra era pequeño, color cobrizo. Le decían “Pitufo”. En su espalda tenía tatuada, un enorme dieciocho.
Era pandillero desde hace mucho tiempo y en los registros de la policía está inscrita la ocasión en que lo detuvieron por vender marihuana. El cargo penal no tuvo mucho éxito ni sobrevivió mucho tiempo.
No se sabe si Alexandra vio o escuchó cómo mataban a sus papás.
A la “chelita” y el “pitufo” los mataron frente a la cama de la niña. Los asesinaron a machetazos. Nadie vio cómo hicieron eso.
La noche en que eso pasó caía una gran tormenta. Se escuchaban rayos. Eso posiblemente impidió que algunos vecinos escucharan lo que precedió la muerte de los papás de Alexandra.
Morir a machetazos no es un acto discreto. Pero, esa noche nadie escuchó nada. O quizá ninguno quiere ser testigo. Los que hablan de la orfandad de la niña de cinco años lo hacen discretamente. Susurran la situación. No quieren que sus bocas los comprometan. Si no actúan así estarían muertos, desde hace rato. Muchas veces han escuchado de los mareros lo que les pasa a los soplones.
Por su somnolencia, se volvió a dormir después de los sangrientos asesinatos. Hay quienes dicen que les taparon la boca a las víctimas. Nadie sabe la verdad. Pero quizá la niña miró aquello más dormida que despierta.
Cuando amaneció se levantó del humilde lecho donde estaba y caminó, dentro de la champa de láminas en la que vivía, hasta la cama de sus papás. Pero, no estaban ahí. Más bien, los cuerpos estaban tirados en el suelo, en medio de un charco de sangre.
No se percató
La pobre niña no se percató de lo que pasaba. Mucho menos de la condición en que estaban sus padres, asesinados, posiblemente, por otros mareros, de su propia pandilla, con quienes jugaban naipe. Prueba de eso es que las cartas todavía están ahí. Dispersas en el suelo.
“Papá, mamá. Tengo hambre. Despiértense”, decía la niña a los cuerpos sin vida. “Mamá, papá, tengo hambre”, repetía una y otra vez. La niña no se percataba de nada. Su edad y la inocencia no le ayudaba a discernir la verdad.
Además, su mamá estaba en ropa interior. Con un machete también le cortaron el largo cabello. Su padre no tenía ni testículos.
Después la niña se acercó a los cuerpos para despertar, supuestamente, a sus papás. Pero no le decían nada. Más bien se asustó un poco porque sus manos se llenaron de sangre.
La niña verdaderamente tenía hambre. Pero nadie la socorría. Era la mañana del domingo 25 de mayo. Alexandra estaba rodeada por una casa compuesta de un solo cuarto iluminado por un único foco. Muy cerca está un baño sin techo forrado de plástico negro. Un barril picado sirve de cocina de leña.
Sus padres seguían sin “despertarse”. La niña verdaderamente tenía hambre. Sin embargo, nadie la socorría. Entonces caminó por el piso de tierra de la champa y, cerca del hechizo fogón, encontró un pan de pan añejo y un poco de crema depositado en un plato.
Su madre lo había dejado ahí desde la noche anterior. Alexandra comió pan con crema como desayuno pero pronto el estómago comenzó a dolerle. Ahí no había leche para ella. Mucho menos una refrigeradora que pudiese abrir.
Pero la niña siguió su rutina como si nada. Pensaba que sus padres estaban dormidos y no asesinados.
Se marchó de ahí
Pasó el tiempo. La niña se cansó de esperar que sus padres se despertaran. Entonces decidió salirse de la champa y caminar un trecho distante para buscar a una de sus tías. Pero, no la encontró.
Entonces emprendió una marcha mayor, de casi dos kilómetros, hasta llegar a la casa de su abuela, una mujer de 60 años quien vive de vender tamales en el vecindario. Como su hijo no trabajaba, ella siempre le daba una buena dosis de tamales que se alimentaran.
El “pitufo” siempre llevaba a la niña donde su abuela. Por eso ella conocía el camino. Entonces, cuando la niña no encontró a su tía, decidió seguir hasta donde la abuela para contarle que sus padres no se “despertaban”. Camino largo y tendido. Iba sucia. Llena de tierra. Con su cabello despeinado. Pero, en la poca ropa que llevaba encima tenía sangre.
Eso fue lo que extrañó a todos. Sobre todo a la abuela cuando la niña llegó a su casa y les dijo que sus papás estaban dormidos. Era casi la una de la tarde cuando la niña llegó.
Entonces, cuando miraron a Alexandra en ese estado, la abuela, y varios familiares, corrieron hasta la casa del “pitufo” y, ante la alarma de todos, encontraron los cuerpos de los papás de Alexandra.
Y desde entonces, la muerte de ambos se convirtió en un hecho policial y judicial.
Después supieron que como sus “papás” estaban durmiendo, la niña se subió a una pila y se bañó sola. O por lo menos intentó hacerlo después de llenarse sus manos de sangre.
Con el tiempo se sabe algo más: la niña intentó despertar a su papá pero le dio miedo porque estaba lleno de sangre. Por eso también se bañó.
“No sabemos cómo está viva. Es cosa de Dios. Ella salió corriendo por la carretera Panamericana. No sabemos por qué no la mataron. Tal vez se apiadaron de ella. La mente de la niña es un misterio¨, dice.
Soy profesora
La niña está en casa de la abuela. Juega a que ella es una profesora. A pesar de que tiene una extraña condición (testigo y víctima), nadie la protege. Las autoridades no han llegado a hablar con familia. Pareciera que en la vida de Alexandra nada pasó. Posiblemente ni siquiera la sentarán con un sicólogo. Nadie sabe. Ella está a la mano de Dios.
Quizá como un mecanismo de escape, ella dice que fue su papá quien la llevó a la casa de la abuela. Hay muchísima inocencia en esa pequeña cabeza.
“Me gusta hacer las letras y los números”, dice Alexandra. “Quiero hacer dibujitos. Yo soy una profesora”, dice, mientras a una tía se le derraman varias lágrimas.
Alexandra queda a la distancia en ese vecindario. Nadie sabe qué será de ella. Nadie sabe si la abuela siempre podrá darle de comer. Dicen que la señora anda un poco enferma. “Dígale a los niños que se porten bien…que estudien….que se los dice la profesora”, dice Alexandra. Ella no lo sabe…pero quizá sólo está agarrada de su inocencia.