Asesinado en los inicios de la guerra. Conocido como el “siervo de Dios”, “la voz de los sin voz”. Se distinguía por su sencillez, humildad, coraje y entrega al pueblo salvadoreño: Monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez. Tres décadas después, su nombre está en la lista de los procesos de canonización de la Congregación para la Causa de los Santos del Vaticano.
En su última homilía en la Catedral de San Salvador, el domingo 23 de marzo, el obispo exhortó a los soldados a que no obedecieran la orden de matar a sus hermanos campesinos. “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno: Cese la represión”, exclamó.
Al día siguiente, alrededor de las 6:30 p.m., fue asesinado de un disparo al corazón cuando oficiaba una misa en la capilla del Hospital Divina Providencia.
Óscar Arnulfo Romero nació el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, departamento de San Miguel. Su niñez transcurrió sin sobresaltos en el seno de una familia numerosa –tenía 6 hermanos− y sufrió las limitaciones que impone la pobreza, dice Santos Gaspar Romero Galdámez, hermano menor del obispo mártir.
“Después de la escuela ayudaba al sacerdote en la limpieza de la iglesia, barría, trapeaba y hacía los mandados. Su mundo era la Iglesia. En cierta ocasión, llegó monseñor Antonio Dueñas y Argumedo, obispo de San Miguel, y el acalde de Ciudad Barrios, Alfonso Leiva, le dijo que había un niño muy devoto y fiel creyente con vocación para el sacerdocio”, recuerda.
El obispo fue a hablar con los padres de Óscar y estos le dijeron que no tenían los recursos económicos para enviarlo a estudiar a San Miguel. El religioso les ofreció media beca y fue así como a la edad de 13 años comenzó a estudiar en el Seminario Menor. Luego lo enviaron a San Salvador al Seminario San José de la Montaña, el cual era dirigido por padres jesuitas, señala Santos Gaspar.
Debido a su buen rendimiento académico y consagración de su vida a Dios, a finales de los años treinta fue elegido para ir a estudiar a Roma para finalizar su formación como sacerdote. Se ordenó en 1942.
La Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo y le fue impedido salir de Italia. Vivió los bombardeos y padeció hambre. Cuando fue autorizado para abandonar ese país, junto a otros sacerdotes jóvenes, viajaron a El Salvador vía Cuba. Fueron retenidos mientras los investigaban y también sufrieron la falta de alimentos. Les daban ocasionalmente solo ayote cocido. Salieron hacia México y desde ahí a El Salvador. Regresó muy delgado, dice el hermano de monseñor Romero.
“Mi mamá me enviaba donde el obispo de San Miguel, monseñor Miguel Ángel Machado, para que averiguara cuándo venía mi hermano. Él fue quien nos informó el día que regresaba. Se quedó unos días reponiéndose en San Miguel y luego se dirigió a Ciudad Barrios, donde la población le dio una calurosa bienvenida.
El padre Romero se bañaba en el río
La primera parroquia que tuvo a su cargo fue la de Anamorós, en el departamento de La Unión. En aquellos años (1943) era un lugar inhóspito, rememora Santos Gaspar, quien acompañó al padre Romero en esta asignación pastoral. “No había carreteras, electricidad ni agua potable. Nos bañábamos en el río y la esposa del sacristán nos daba de comer”, dice.
Venía del primer mundo y fue enviado a Anamorós, donde no había ni qué comer. Pero él siempre trataba de sobrellevar las adversidades poniendo su máximo esfuerzo. Ahí conoció de cerca las necesidades de la gente. A los niños les enseñó el catecismo y a los jóvenes los organizó para que jugaran fútbol y a los adultos les daba charlas sobre temas propios de sus quehaceres diarios.
“La gente rápidamente le tomó mucho cariño y respeto. Después de unos seis meses fue enviado a San Miguel como secretario del obispo. Su labor aquí fue de 20 años”, sostiene.
De San Miguel fue trasladado a San Salvador y fue elegido Secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador. En 1970 fue nombrado Obispo Auxiliar de San Salvador, época en la que el Arzobispo era monseñor Luis Chávez y González.
Posteriormente fue nombrado obispo de la Diócesis de Santiago de María, departamento de Usulután.
Tres años después, en 1977, en el país ya sonaban los tambores de guerra. Dentro de este ambiente fue designado como Arzobispo de San Salvador. Una de sus características era la valentía y nunca tuvo miedo, afirma Santos Gaspar.
“Muchos decían que era político de izquierda. Pero fui testigo que con mucha frecuencia llegaban a su oficina personas adineradas o pobres de todas las ideologías. Algunos ricos le pedían su mediación porque la guerrilla les había secuestrado algún hijo, mientras que gente de izquierda le solicitaba ayuda para buscar la liberación de presos. Una vez lo acompañé a la Guardia Nacional porque había sido capturado un sacerdote y otras personas humildes. Habló con el comandante de la Guardia y se los entregaron”, recuerda.
Humildad y sencillez
Monseñor Romero predicaba la humildad y la sencillez como virtudes humanas, cualidades que también las ponía en práctica en su vida. Su hermano cuenta que en cierta ocasión fueron invitados a una atolada en un cantón de Apopa. “La señora que organizó el evento estaba afligida porque no había una silla para monseñor y fue a una casa vecina a pedir una. Cuando regresó estábamos sentados en el suelo”, recuerda.
En su agenda había una variedad de eventos sin distinción de clases sociales. De la atolada en Apopa se dirigió al Ministerio de Relaciones Exteriores para participar como orador en una reunión con funcionarios de Naciones Unidas. “Era impresionante este contraste, sencillez y adaptación en los diferentes ámbitos. Se podía comunicar de manera admirable con un campesino y de igual forma con un diplomático”, enfatiza el extelegrafista Santos Gaspar.
En el curso de su labor pastoral como Arzobispo, monseñor Romero fue víctima de insultos, calumnias e injurias. En un periódico se publicaba con frecuencia que él era comunista. Algunos pedían que el Vaticano lo destituyera como Arzobispo.
En este tumultuoso ambiente, preludio de la guerra, eran comunes los atentados y las amenazas de muerte. El viernes 21 de marzo de 1980, Santos Gaspar Romero dice que recibió un anónimo en el que le advertían que dentro de las siguientes 72 horas su hermano sería secuestrado. “Fui a las 7 de la noche al Hospital Divina Providencia y le mostré el anónimo. El simplemente me dijo: No le preocupes”.
Esa fue la última conversación que sostuvo con monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez. Tres días después, el lunes 24, alrededor de las 6:30 p.m., fue asesinado por un francotirador de un disparo al corazón mientras oficiaba misa.