– Nosotros no queremos hablar por teléfono. Ya nos llamaron para extorsionarnos y no deseamos seguir ese juego– contestó inicialmente la voz de hombre al otro lado del teléfono. Pero su impotencia y la necesidad de desahogo pudieron más que el silencio. Ahora habla, mezcla de desconfianza y serenidad.
La llamada le había agregado más tensión a su estado de ánimo y al de sus cinco hijos. El hombre a quien hablamos le han desaparecido a su esposa, Jancy Lisseth Ruiz García, el lunes 11 de noviembre. Desde ese día, las tardes de café, conversaciones y juegos infantiles se interrumpieron hasta nuevo aviso. Quizás para siempre.
Él, al igual que sus cinco hijos de entre siete y 12 años, aún no comprenden la razón por qué su madre no llega desde hace ocho días.
“Mis niños parecen haber salido de la realidad, están angustiados. Nadie les explica por qué su amada madre no llega a prepararles la comida, a revisarles sus tareas ni los arropa antes de dormir. La figura más importante de la vida de todo niño, su mamita, desapareció a manos de unos desconocidos”, relató.
El hombre repasa mentalmente los detalles junto a Jancy Lisseth, los cuales parecen no abandonarlo. Como pareja han estado juntos 11 años, compartiendo la responsabilidad de criar a los hijos. Este diario vivir, estable y dador de pequeñas alegrías permanentes cambió drásticamente. De repente, el ropero se ha convertido en una especie de altar para una madre que no llega.
Haciendo un esfuerzo para que la tristeza no doblegue su voz, cuenta la pesadilla de enfrentar solo y sin ayuda de ninguna institución del Estado la desaparición de su esposa.
– ¿Cómo puedo buscar a mi esposa en la policía, en las morgues, en los cementerios clandestinos y al mismo tiempo hacerle la comida, preparar su ropa y revisarle las tareas a los niños? Sí, ando afuera buscando como loco a su mamá, pero no la encuentro. ¿Cómo le digo a mis niños que no la encontré? Ahora, cuando llega la noche, ¿cómo le mantengo la promesa a los niños que mañana la voy a traer de regreso? ¿Cómo?
La mujer, habitante de Quezaltepeque, fue raptada a las 7:30 a.m. cuando se dirigía al mercado. Ya en la calle varios sujetos la abordaron en el colegio católico de la ciudad y se la llevaron por la fuerza en un vehículo.
Testigos y fuentes cercanas a la víctima confesaron que la mujer luchó para evitar que los hombres la subieran al automóvil. Los sujetos, desde el auto, apelaban a ella con otro nombre y estaban empecinados en creer que era la persona a quien buscaban.
Ella, en su desesperación, les aseguró que la estaban confundiendo con alguien más. Los hombres, que tenían apariencia de pandilleros, hicieron caso omiso a las súplicas de la mujer y ante la resistencia que ponía, tres de ellos se bajaron del vehículo y la cercaron como una jauría ávida de venganza. Ella solo tenía un arma a su alcance para repelerlos: un bolso color verde.
El forcejeo fue en vano. A pesar de los ruegos, gritos y llanto, la señora fue sometida. Primero los empujones, luego los golpes. Al final, el auto salió corriendo a toda velocidad, ante el hermetismo de los testigos que no quieren hablar. Temen a las represalias porque de todos es sabido que Quezaltepeque es controlada por la Mara Salvatrucha.
– Lo más difícil lo vivo en las noches. Cuando llego a la casa, después de la búsqueda, y mis niños preguntan: ¿Ya trajiste a mamita? Aquí la estamos esperando”.
Termina la conversación. Brota el llanto, luego el silencio. El silencio impotente de una familia sometida al vaivén de la violencia que todo lo normaliza, hasta el dolor.
El silencio policial que, a la luz de quienes viven el drama de las desapariciones, se muestra ineficiente y sin respuesta. El silencio de un Estado que ve cómo crece la delincuencia pandilleril, donde mano dura y pactos se perciben a kilómetros de distancia de la realidad y el peso de la ausencia de un ser querido.