A lo largo de una semana de protestas en Washington, y mientras han ido creciendo en número y pacificando en espíritu, en la Casa Blanca, el presidente estadounidense Donald Trump se ha ido aislando tras un muro sordo de agentes de seguridad y de rejas metálicas cada vez más altas.
Es el clásico día de junio en Washington: 30 grados de bochornoso calor húmedo que desembocan en una estruendosa tormenta.
«¿A quién estáis protegiendo, por el amor de Dios? ¿De qué lado estáis? Deberíais estar protegiéndonos a nosotros. Él es la amenaza», explica Ann, una joven venida de la vecina Virginia y que evita dar el nombre completo a Efe, a una de los agentes de seguridad desplegados al otro lado de la verja en la plaza Lafayette, el parque público que sirve de antesala a la Casa Blanca.
La agente mantiene una expresión fría e inmutable, y es imposible leer sus ojos tras las gafas de sol.
Oídos sordos
El discurso de Ann, pronunciado a través de un pañuelo fucsia que le cubre la boca, es largo y articulado, un sermón bien diseñado para agitar conciencias.
A su lado, otros manifestantes asienten, como un coro bien entrenado.
Los periodistas graban y toman fotos. Los otros manifestantes graban y toman fotos. Todo el mundo graba y toma fotos con el teléfono móvil en la esquina de la calle 16 con la calle I, en el centro de Washington.
A un lado, la sede de la AFL-CIO, la mayor agrupación sindical de EE.UU. y referente de la izquierda; al otro la de la Motion Picture Association, la oficina de la mayor agrupación empresarial de la industria cinematográfica del país, es decir, Hollywood.
Ambas, objetivo del vandalismo el domingo por la noche, ahora con las ventanas tapiadas por enormes planchas de madera para proteger ante posibles disturbios.
Igualmente, la sede del diario Washington Post presentaba la misma protección en la parte baja de su icónica sede unas calles más al este.
Privilegio blanco
Apenas a unos metros al lado de donde Ann prosigue su discurso, un joven afroamericano, con gafas de sol y casco de bicicleta, le pregunta a otro de los efectivos de la barrera de seguridad si sabe lo que significa tener miedo cada vez que le para la policía por la noche solo por el color de su piel.
Los músculos del rostro del soldado de la Guardia Nacional, tras una máscara de plástico y ataviado con protección antidisturbios, no se mueven un ápice.
«No sabes lo que es el privilegio de ser blanco, ¿verdad? Pues, bien, estamos aquí para recordarlo», sostiene el joven, que se limita a sonreír al ser preguntado por su nombre por el periodista.
La conversación, en realidad es un monólogo pues no hay réplica, se prolonga durante más de diez minutos.
¿Lo protege o aísla?
En esta semana, cada mañana, el perímetro de seguridad que rodea la dirección más famosa de la política mundial, el 1600 de la Avenida Pensilvania, ha ido amaneciendo progresivamente ampliado y con las barreras fortalecidas.
Conforme han ido pasando los días la tendencia se ha revertido y el despliegue policial ha disminuido notablemente, aunque las protestas han seguido igual de enérgicas pero más festivas y musicales.
Al otro lado se puede ver la Casa Blanca, convertida en fortín en medio de la mayor ola de protestas sociales en más de 50 años que se ha extendido por todo el país, desde Minneapolis a Nueva York, pasando por Atlanta, Dallas, Los Ángeles, Cleveland o Seattle.
Desde allí, Trump se ha limitado a dirigirse a la nación en una ocasión, el lunes, cuando se proclamó presidente de «la ley y el orden».
Inmune a los llamados a la unidad desde la opinión pública a izquierda y derecha del espectro político, algo que le han reprochado destacados ex altos cargos suyos como el general James Mattis, quien fuera su secretario de Defensa, Trump ha insistido en sus ataques a los manifestantes a quienes sigue calificando de «anarquistas, incendiarios y saqueadores».
Este viernes, sin embargo, los manifestantes volvieron a las calles.