martes 22 de octubre del 2024

El amor después de los 80…

por Redacción


Así es la vida de Miguel e Isabel, una pareja que decidió disfrutar de un amor otoñal dentro del asilo Sara Zaldívar.

“Quisiera tener un matrimonio con la señora que se apellida Burgos” fue el deseo que Miguel no pudo retener en su mente frente a uno de sus compañeros. Lo pensó cuando la vio a ella sentada, esa mañana de 2010, en una de las bancas de la glorieta que decora uno de los jardines del antiguo Centro de Atención de Ancianos “Sara Zaldívar”.

Miguel Ángel Molina nunca había pensado en la posibilidad de tener una esposa. Cuando corría ese año, era un hombre que sobrepasaba ya los 80 años, sin hijos, y que desde 2001 había tenido que recurrir a un asilo para sobrellevar la vejez.

La “señora Burgos”, como Miguel prefería llamarle, poseía un semblante serio, pero lúcido, no hablaba con cualquiera desde su llegada en 2005, pero bastaba ganar su confianza para que soltara una risa pícara en sus expresiones.

En cada tarde de culto, se había tornado en el compañero que escuchaba junto a Isabel Burgos la prédica; la buscaba luego del almuerzo en la galera o trataba de coincidir con ella para una plática eventual en la pequeña glorieta que vio cimentar esa cercanía cada vez más recurrente, y que luego desembocó en un “noviazgo de amigos”. De ella, le gustaba su “forma de platicar”. Pero a ella, le agradó que él se destacara por ser callado y humilde.

Esa mañana en la que Miguel había disparado al aire su deseo de casarse, fue notificado de la posibilidad de que se le organizase su boda, ya que el asilo estaba por abrir las puertas del “Pabellón de la Esperanza”, dedicado solo a parejas. La decisión estaba más que aceptada.

Sin dejar perder más tiempo, se definió la fecha, la hora y hasta el nombre del padrino nupcial.

Para el 26 de agosto de 2010, dentro del comedor principal del Centro de Atención de Ancianos, que se cubre entre inmensos árboles de la colonia Costa Rica, ubicada en San Salvador, Miguel e Isabel fueron declarados esposos.

“Fue una boda ´tronando y lloviendo´”, así es como Isabel, de 78 años, la recuerda, mientras chasquea los dedos ante la sorpresa de que son tres años los que suman como esposos.

– “¿Peleas desde entonces?”, pregunto observando las miradas que se arrojan entre ellos.

– “Nunca, nunca, nunca”,  repite Isabel con franqueza de que por ellos no han escarbado los conflictos. No había terminado de afirmar la última de sus palabras, cuando Miguel la interrumpe.

– “Enojo sí tiene ella, porque a veces yo le doy un consejo y me sale mal ella ja, ja, ja”, le dice Miguel dejando caer la mirada, exhausta por las cataratas que han invadido sus ojos. “Se enoja cuando le hablo de Lola…”.

– “¿Quién es Lola?”

– “Era mi otra novia antes de conocerla a ella. Pero se murió por fumadora…”.

Isabel, tocándole su rodilla, le suelta una sonrisa, y asienta girando su cabeza que tiene razón, hablar de Lola le molesta.

– “Como es algo sordo y no oye bien, le tengo que gritar a veces, aunque no le guste”.

El andar de dos vidas

Aunque Isabel Burgos nunca antes había estado casada, a diferencia de Miguel Ángel Molina, ella sí tuvo cinco hijos. No sabe de ellos ni ellos la han buscado. Es originaria de San Pedro Nonualco, La Paz, pero de pequeña se trasladó junto a su familia a vivir a San Salvador.

Fue en la capital donde, a los 15 años, salió embarazada. Como el padre de sus hijos era mucho mayor que ella, cuenta Isabel, sus padres nunca le permitieron pensar en boda. No se casó, pero se convirtió en cocinera. Trabajó para la Policía Nacional, y cuenta que era la encargada de la comida que se le debía preparar hasta casi 200 miembros del Cuartel El Zapote.

Por sus habilidades, fue nombrada en su momento jefa de cocina. Su especialidad: las sopas. Las hacía de todo tipo. Y si le pedían que preparara una comida, sin saber cómo hacerlo, lo hacía sin poner peros. “Yo les decía que sí, aunque no supiera”.  Era una mujer  “que pensaba con la cabeza” pese a no saber leer. Al inicio del conflicto armado, ya no se rodeaba de la vida militar, y se dedicó a trabajar en residenciales de clase media-alta, hasta que su cuerpo le pasó factura.

Miguel es originario San Sebastián, San Vicente. Vivió ahí durante su infancia, hasta que se trasladó a San Salvador. Estando ahí, durante el 56, trabajó fabricando tubos de cemento en la colonia Escalón, cuando apenas comenzaba a poblarse.

Para 1963, se quedó sin trabajo, luego de que la empresa para la que trabajaba, según relata, despidió a sus empleados. Su mayor decepción fue haber entrado en el porcentaje de los trabajadores que no recibieron indemnización. Tiempo después, se dedicó a seguir haciendo tubos, así como impartiendo talleres de mecánica.  “Así me hice viejo, hasta que me fui enfermando de la vista…”, recuerda.

FOTO: Priscila Cader

FOTO: Priscila Cader

Las horas compartidas…

Los pasillos del  Centro de Atención de Ancianos, donde se albergan unas 230 personas, muchas de las que han pasado al olvido para sus familiares, tal vez podrían haber visto pasar otras parejas que dejan florecer un amor otoñal, que en silencio convive.

Aceptan que si algo “abunda ahí” son los amores  furtivos.

Pero, aunque son conocedores de lo que pasa a su alrededor, prefieren ser parte solo de su mundo. Miguel e Isabel saben que la vida de uno depende de la del otro ahora: comen juntos, platican juntos, no dejan de ir a  los cultos juntos. Hay besos y abrazos.

Pero, más de una vez y para estar “tranquilos”, tienen sus momentos para darse sus espacios.

Por ahora, siguen como el único matrimonio que vive en el Pabellón de la Esperanza, una casita cuadrada y de paredes blancas, construida de forma independiente a los dormitorios del asilo. En su entrada, un retrato de ambos decora la pequeña sala montada con dos sofás y un televisor.

“No nos arrepentimos de aceptar la propuesta de boda. De todos modos, aquí vamos a morir y qué vamos a hacer”, dice entre risas Isabel Burgos no sin antes darle uno de los tantos besos que le concede a Miguel Molina sin restricción alguna.