Érase un día, pero no cualquiera, de 2013. El momento, la hora y el lugar quedaron registrados en la memoria de Gabriela, José, Atilio, Ricardo y David. Los cinco músicos de Cartas a Felice esperaban en una venta de helados ubicada a pocos pasos de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. Debían atender a una invitación que pudo haberles parecido confusa, pero no así prometedora. Hasta ese momento, sabían que se trataba de un proyecto musical que acompañaría la producción cinematográfica “Malacrianza”, de Arturo Menéndez. Desconocían de cuánta plata se trataba y qué era con precisión lo que elaborarían. Arturo, sin tapujos, les pidió música. Ellos escucharon y sin poner frenos aceptaron.
— ¡Nombre!, Arturo, vas a tener la música. Solo danos 50 pesos para la canción—eso era todo lo que pedían por su trabajo musical.
Pueda que solo pensaron en ayudarle a un amigo, una persona cercana a la banda. En un país donde la industria musical se barajea de forma parsimoniosa, pedirle “50 pesos” solo estaría confirmando esa teoría. Pero, sin que tal encuentro se enfriara con los días, Arturo no tardó mucho para escribirles desde México y darles la alentadora respuesta que allá, donde él estaba, “había pisto”.
Aunque “no fue el gran montón”, el cineasta salvadoreño pagó a Cartas a Felice el valor de las canciones que produjeron. Esa paga se convirtió en una especie de “señal de respeto mutuo entre artistas”. “Es súper importante porque necesitamos crear una industria y para crear una industria, para que los artistas puedan vivir de lo que hacés, necesitás invertir y pagarle a la gente por su trabajo”, comenta José al recordar la retribución por las cuatro canciones de Cartas a Felice que sonaron en Malacrianza.
16 de octubre de 2014. Es de noche y llueve a cántaros. Ricardo y Atilio buscan asiento dentro de BiscuitFactory, un pequeño café de la ciudad de Antiguo Cuscatlán que les ha servido de escenario para grabar sus sesiones acústicas. Esperamos la llegada del resto del grupo. Gaby y José se integran; excusan a David por no estar en la entrevista: el tráfico tal vez lo dejó varado en alguna parte de San Salvador.
Cartas a Felice es una banda joven de jóvenes artistas. Gabriela Rivera es la voz, la encargada de poner las emociones a las letras. José González toca la guitarra y, con frecuencia, canta. Atilio Montalvo es guitarrista, Ricardo Santos es quien está a cargo del bajo y David Franco de la batería.
Antes de entrar en el calor de la entrevista, les pido que me hablen de sus emociones luego de ver parte de su producción sonando en el soundtrack de Malacrianza, proyectada en Estados Unidos.
—Ya pasó una semana del estreno de Malacrianza, ¿cómo se sienten?
—Simón, el cuatro de octubre, ja, ja, ja— dice José González—Me sentí súper emocionado de que sonara la voz de Gaby, que sonara la música de El Salvador, porque en cierto modo esa es una canción popular tradicional. Y ese es El Salvador que se está muriendo, El Salvador que no va a existir, y que eso sea lo que estaba sonando… a mí se me erizan los pelos.
Están conmovidos, fascinados, satisfechos y todavía piensan que cantar en Malacrianza fue algo inesperado. “En ningún momento fue algo forzado que nosotros estuviésemos pidiendo que pasara”, comenta Ricardo Santos, a quien entre su club de fans prefieren llamarle “Chiky”.
Llevan desde 2010 juntos (a excepción de Atilio que entró después y David que ingresó en 2013). La última alteración ocurrió tras la salida de Roberto, el responsable de los innovadores sonidos basados en el acordeón y armónica.
Durante este tiempo —seducidos por Johnny Cash, la música brasileña, el Jazz, Vico-C y hasta los Beastie Boys— el grupo ha evolucionado o bien revolucionado su música. En fin, hoy pueden sentirse satisfechos de haber logrado definir su identidad y responder a la pregunta “¿quién es Cartas a Felice?”.
“Cuando empezamos era un tira y encoje de probar qué estamos haciendo y qué queremos hacer. Probemos todo lo que nos gusta, compongamos”, relata Chiky.
El panorama, en los inicios de los Cartas, no estaba despejado. Y eso es lo que se expresa en Parque Infantil, su primer disco lanzado en 2013. Entre esas diferentes influencias y apuestas que corrieron es que nacen canciones como “Aurora” –escrita hace 10 años por José pero compuesta finalmente por el grupo-, “Volcán”, «Kitsch en C”, canciones que le dan un “montón de caras” al grupo.
“Por eso es que decíamos que el disco que viene ahora ya es una muestra de nuestra nueva cara”, continúa explicando Ricardo.
— ¿Y cuál es esa cara? — insisto.
—La cara del vacil ja, ja, ja. No pajas— dice Atilio, soltando risas entre el resto.
Meditando a la interrogante de quién es Cartas a Felice, aceptan que es legítimo tener muchos rostros. Sin embargo, dice José, es diferente cuando se llega a la conciencia de saber “quién sos”.
— Nosotros le decimos un swing chuco, un swing con chanfle — responde Ricardo a lo que José añade — Sí, es un swing con chanfle, un blues con chanfle. Son estilos retros con chanfle, pero sobre todo es una música divertida y que viene de un lugar que no te lo esperás. Si yo lo escuchara diría “wow”, no sé de dónde son.
El camino que hasta hoy se han trazado es parte de la etapa de madurez de Cartas a Felice. ¿Ha habido caídas? ¿Complicaciones? Hasta las preguntas están de más. “No te puedo decir que ha sido un camino fácil, porque nosotros hemos tenido un montón de complicaciones para crecer: tratamos de ser un pez grande en una pecera. La idea es crecer lo suficiente y llegar a diferentes públicos”, reconoce Gaby, para quien lo que deben lograr es ser escuchados por personas de otras regiones, que dejen de pertenecer hasta la marcada esfera que hoy es su territorio.
—¿No se sienten todavía un grupo conocido?
—Estamos en un pequeño estanque. Tenemos pequeñas zonas, público que nos conoce— continúa Gaby.
Banda de un nicho
Son tres años y un poco más lo que llevan juntos. Han crecido, lo aceptan, pero ya están llegando a su límite, así lo considera Ricardo. Según él, ser “una banda de un nicho” es lo que les impide cruzar fronteras. “Estas doscientas, trescientas personas que llegan a nuestros conciertos no es nuestro objetivo. Ya estamos ahí. No te podemos decir que somos ‘la banda juvenil alternativa de El salvador’”.
Resiente que el país tenga un evento grande como el Carnaval de San Miguel y no estar ahí, tampoco tocar en festivales como el OktoberFest, celebrado cada octubre, o en ciudades de otros departamentos.
—¿Qué les hace falta para ingresar a un mercado más grande?
—Creo que hemos venido dando los pasos necesarios para las metas que nos hemos planteado— responde Gaby— Este disco que vamos a sacar es la herramienta principal para llegar a diferentes públicos, porque no solo te da una credibilidad artística de tener un trabajo musical de larga duración y bien producido, sino el hecho de que te da mayor contenido y mayor diversidad para que diferente gente sepa qué gusta de vos. Y dejarlos con la curiosidad qué más podés dar. No te voy a decir que no vamos un poco a ciegas: hay cosas que vamos conociendo por la falta de una industria o nuestra educación en cuanto a la gestión de bandas.
—Como artista lo que necesitás —añade José—es que tu producto, tu apuesta, tiene una calidad. Me gustaría pensar que más que apoyo es ir dosificando pasos estratégicos, comerciales, logísticos. Incluso de relaciones públicas para llegar a esos escenarios. Tanto a la radio, que tal vez no están tan abiertas a nosotros.
—¿Qué tal está la industria musical en el país?
—Lo que pasa que la industria musical, eso no lo digo yo sino gente que sabe, se parece más como a la comida rápida— critica José—. Esa descripción que escuché me parece lo describe bastante bien: somos un país que está dedicado a consumir y no tenemos un aparataje incipiente de producción real que mueva cosas, porque tuvimos una guerra justo después del boom de grupos de cóvers que hubo en los 70 y la incipiente industria, sino grupos que tuvieron logros como Adrenalina, que sonara en MTV. ¿Pero qué pasó después? Hubo una discontinuidad continua de banda de bandas. No hay industria porque es muy poca la gente que vive de tocar música; y la gente que lo hace, por lo general, vive de tocar cóvers.
—El primero que piensa que los salvadoreños no podemos dar más, somos nosotros mismos — responde Atilio, quien hace una comparación con el fútbol para hablar de música—En el fútbol y en el arte lo ves: de entrada decís como “bueno, para ser la Selecta jugó bien”. Y esa afirmación me parece terrible, ¿me entendés? Porque de entrada estás afirmando que no servís. Nuestros referentes no tienen que ser el fracaso, sino gente que progresa.
—¿Y qué es lo mejor de hacer música en El Salvador?
—Que no hay mucha, que estás en un desierto. Lo que hagás vale la pena —dice José. Pero Atilio responde por la vía de las sensaciones de subirse a un escenario—. Lo más chivo de tocar en El Salvador, en realidad, es la mara (el público): porque nosotros el único país en el que hemos tocado es Guate. Y… es otra onda. Acá nos ven cinco pelones y se vuelven locos.
—A mí, muchas veces —reconoce Ricardo—, me cuestionan “¿por qué seguís?”. Yo trabajo mi profesión, mi papá es de los que “si estudiaste, seguí tu camino”. Pero hay una cosa que yo tengo bien segura: tenemos la oportunidad de hacer algo completamente diferente. Y me encanta que nos hayamos juntado, estamos juntos, haciendo algo en lo que creemos. Y siento que tenemos esa oportunidad de llegar a marcar un cambio cultural en una tierra fértil.
—Y fue casualidad juntarse.
Gaby se sonroja al ver en retrospectiva aquel momento en el que coinciden y piensan, seriamente, en hacer música.
—Esa historia es buenísima —responde la voz principal— Yo puedo decir que esto inició jodiendo entre cheros. Y, eventualmente, nos dimos cuenta que “somos buenos, por qué no le metemos más ganas”. Y ahí está la historia, pero no la voy a contar: me da vergüenza ja, ja, ja. Estábamos un poco ebrios.
—Estábamos jodiendo —interviene Atilio— y de repente agarra la guitarra uno y se pone a cantar tonteras. La voz de la Gaby la escuché la primera vez cantando bachata, y me gustó un montón. Y después de eso dije: démosle. Y ahí estamos ahora.
—¿Y cómo hacen cuando hay diferencias? — pregunto.
—No nos criamos parecido—responde Ricardo—, tenemos diferentes edades, venimos de diferentes lugares…
Como todas las cosas que son colectivas, son complicadas. Pero en el sentido no negativo, sino bueno. Son complejas. Cada uno de nosotros viene de mundos tan diferentes —dice Atilio—. Nosotros no nos conocemos desde chiquitos (…) Lo interesante es que nos conocimos todos después de nuestra adolescencia, que la pasamos escuchando cosas diferentes. Y de repente a uno le gusta una cosa y el otro es como: “¡Qué!, ¿por qué te gusta eso?”.
—Vos fuiste hasta metalero, maje ja, ja, ja —le dice Gaby a Atilio.
—Yo no, por ejemplo—interviene José— fui un gran punk y aquel —señala a Atilio— lo detesta.
—Pero ese es el punto, eso es lo bueno —contesta de nuevo Atilio—. Y suena como que mágicamente nos juntamos y salen las cosas…
—Mirá— añade a esta respuesta José—, diría que la banda de nosotros es una bastante colectiva. Bastante horizontal. Y no es un discurso hacia afuera, es un relajo hacia adentro ja, ja, ja. Y yo nunca he sido una persona que haya querido o que haya aspirado a tener gente bajo mi dirección. En absoluto, al contrario: a mí me cuesta decirle a alguien qué hacer. Pero me agrada ser parte del grupo y no ser la cabeza ni decidir por nadie. De hecho, en la parte musical tiene más que decir Atilio que yo. A la hora de componer tiene tanto qué decir Gaby, como Chiky, como Franco.
—Está bien tener un poco de conflicto. En natural. Es mejor que no tenerlo—, aparca entre risas Gaby.