La tarde se movía tranquila al compás de una leve brisa en Antiguo Cuscatlán, departamento de La Libertad. Incrustada en la parte más alta de un café está una pequeña academia de arte. En una de las mesas se concentran cinco estudiantes de entre ocho y 10 años, quienes inician sus dibujos del día.
Pero en la entrada, casi pegado a la puerta está un joven de tez morena. Trabaja solo. Luce concentrado y pinta un paisaje multicolor. Mueve su pincel con determinación y cadencia, como si fuera un profesional. Solo existe un detalle: pinta con la boca, desde que un accidente laboral lo confinó a una silla de ruedas. No muerde el pincel, todo el trabajo lo hacen sus labios, de un rojo cada vez más intenso.
Yovani Sañas Portillo es el hijo mayor de seis hermanos. Nació y vive en el cantón Zacamil, Tepecoyo, La Libertad. Desde niño fue inquieto, travieso y trabajador. Se iba con su padre a la milpa y se subía a los árboles a cortar ramas. En su tiempo libre disfrutaba de caminar por un bosque cercano a su hogar, donde había una cascada cuya melodía natural lograba agudizar su imaginación.
De ahí trasladaba sus ideas al papel, en dibujos, o a la tela, en pinturas. Su madre recuerda que desde los ocho años Yovani, sin falta, le dibujaba una flor cada 10 de mayo. Sus creaciones eran originales, nunca se permitió calcos.
En la escuela fue un estudiante esforzado. Una vez un programa de televisión organizó un concurso de dibujo a nivel nacional. Se ubicó entre los 50 mejores, pero nadie lo pudo ver porque solo el primer lugar obtuvo reconocimiento público.
Siempre participaba en las actividades del mes patrio. Durante los años que estudió, fue un habitual integrante de la banda del Instituto de Tepecoyo, tocando la tripleta.
Pero las penurias económicas, desde un principio, parecían ganarle la partida a su sacrificio como estudiante. Al instituto llegaba sin desayunar. Ahí tampoco le daban comida.
Un día de tantos, mientras cursaba el primer año de bachillerato, decidió abandonar sus estudios a la edad de 20. No consultó con nadie, pero le prometió a sus familiares que iba a trabajar para que sus hermanos llegaran hasta tercer grado de bachillerato. Hasta hoy, uno de ellos está en tercero y otra cursa primero. Van por buen camino.
Una vez tomada la decisión, pasó 15 días trabajando la milpa cercana. Dos semanas después su padre le dijo que iba a ser contratado en la misma empresa para la que él laboraba. Su sueño de independencia y realización personal estaba cerca de cumplirse.
Después de retirar su primer sueldo llamó a su madre. “Baje al pueblo, que vamos a llevar comprado”. Ella se alegró pero le dijo que mejor lo invirtiera en él. Yovani insistió y compró las provisiones familiares de la siguiente quincena. Además, carne y pollo asado, sus dos debilidades culinarias.
Para la siguiente quincena tenía en mente comprarse ropa, zapatos y, si se podía, pintura y pinceles. Pero la vida le depararía otra cosa. Se encontraría con la fatalidad a la vuelta de la esquina.
El día fatídico
El 29 de julio de 2009 una tormenta azotó el municipio de Sacacoyo, en La Libertad. Ramas, palos y árboles desparramados que tenían que limpiarse al día siguiente.
El 30 la lluvia se había fugado de la escena, dándole paso a un cielo atiborrado de nubes grisáceas. Yovani, junto con otros tres muchachos, debían limpiar la entrada de un complejo de apartamentos. Era el trabajo más complicado que debía realizar en su primer mes. Así lo recuerda:
“Un ingeniero me dijo que cortara el árbol que estaba tirado en la malla ciclón. Medía unos 10 metros de alto. Yo tenía experiencia. Desde niño acostumbraba a encaramarme a los árboles y limpiarlos de malas hierbas.Mis dos compañeros no pudieron subirse bien, así que yo me ofrecí. Pero cuando empecé a volarle machete a la rama principal el árbol cayó en desbalance. Dio una mala jugada. De repente se enderezó hacia arriba unos cuatro metros de altura, como si fuera un resorte. Me mandó del jardín a una acera, y caí de cabeza. Me quebré la cervical y el disco número cinco. No sentí dolor, pero tampoco mis piernas ni mis manos. Era una cabeza flotando en el cemento. Estaba completamente dormido, como si anduviera millones de hormigas por todo mi cuerpo”.
Su padre fue con él ese día, pero al momento del accidente se encontraba limpiando en otra parte del lugar. A su regreso encontró a Yovani con una mancha de sangre bajo su cabeza. Sintió desesperación y le temblaba el cuerpo. “Yo solo atiné a preguntarle si estaba bien, porque en ningún momento perdió el conocimiento. Me dijo que sí. Inmediatamente pegué un brinco de donde estaba y fui a llamar a mi esposa”, comenta José Antonio Sañas.
Foto: D1. Salvador Sagastizado.
El suplicio continúa
La ambulancia más cercana nunca llegó, así que lo transportaron al hospital San Rafael de Santa Tecla en un vehículo particular. Bastaron solo las primeras radiografías para que el diagnóstico fuera contundente: no volvería a caminar ni a mover los brazos normalmente. Escuchó el dictamen de boca del doctor. “Yo no lloré”, rememora Yovani.
Ahí pasó hasta las 8 de la noche, hasta que lo trasladaron al Hospital Nacional Rosales, en San Salvador. Ahí estuvo 15 días antes de que lo operaran. 15 días alimentado por su madre, quien llegaba puntualmente todos los días a las 12 mediodía. 15 días que fueron suficientes para contraer una infección que le ocasionaría fiebres de hasta 40 grados.
Transcurrió todo ese tiempo antes de ser operado porque la empresa no le brindó seguro. Él y su padre eran trabajadores subcontratados. La empresa madre era Superior Cleaning, que ofrecía servicios de limpieza y jardinería a otras empresas. Fue laborando para una compañía de alimentos que sufrió el percance.
La desgracia no solo la vivió Yovani, sino también su padre. Durante esos 15 días en el Rosales, José Antonio se dedicó a tramitar el seguro de vida para que su hijo fuera operado por el Seguro Social. La foto para el carnet se la fueron a sacar al hospital, con cuello ortopédico.
Al final de las dos semanas su padre esperaba ansioso el día de pago para seguir ayudando a su hijo. Ahí le notificaron que la Superior Cleaning lo había trasladado a otra compañía de la misma naturaleza, pero se toparía con la desagradable sorpresa de que Superior lo acusaba de abandono de trabajo y que no le iba a pagar los 11 años de prestaciones mientras trabajó para ellos. “Me robaron 11 años de esfuerzo y sacrificio. Nosotros somos pobres, mi esposa y mis hijos dependen de mi salario. Lo único que esperaba era recibir mi indemnización para llevar a Yovani a otro lugar a que lo operaran. Son tan criminales que no les importa que esté en juego la vida de una persona”, manifiesta José Antonio con voz quebrada.
La operación, cuyo propósito era la estabilización de cuello y hombros, se llevó a cabo con éxito en el Hospital General. A la primera persona que vio Yovani cuando abrió los ojos fue a su madre. “Yo la veía deprimida, triste, porque pensaba que no estaba al tanto de mi situación. Pero ella fue la última en darse cuenta más bien” relata el joven.
“Él desde niño fue una persona positiva, luchadora. Siempre que me ve deprimida o triste por su situación me dice: ‘mamá, usted relájese, todo va a estar bien, vamos a salir adelante. Por mí no se aflija, que estoy vivo y eso es lo que cuenta’. Parece mentira, pero él es quien me da ánimos a mí”, cuenta Vilma Deysi Portillo, su madre.
Los meses posteriores a la operación probaron la entereza de Yovani. Cinco meses de rehabilitación donde el llanto y el dolor se mezclaron con el deseo de no entregarse al pesimismo.
Los primeros dos meses estuvo en el Hospital General, donde tenía tres sesiones semanales. El tiempo restante lo pasó en un centro de rehabilitación en Planes de Renderos. Ahí, un solo movimiento de cuello o de hombros parecía un obstáculo imposible de derribar.
“Era insoportable. La única forma de aguantar era con calmantes, pero a veces ni eso. Además del dolor que sentía me volvió a dar la infección aquella del Rosales que me subía la temperatura.
Me ponían unas pinzas especiales en las sienes. El día que iban a colocarlas no me agarraba la anestesia, la aguja se dobló y todo. Ya con las pinzas puestas, me cambiaron de posición y una de ellas se dobló. Fue el dolor más terrible que he experimentado en mi vida. Así pasé toda la mañana hasta que llegó un doctor y me la acomodó como debía ser. Sentí que todo el cráneo me tronó, pero a los cinco minutos ya no me dolía nada”, recuerda Yovani.
De este último centro de rehabilitación le dieron de alta. Desde esa época y hasta la fecha asiste a una clínica especializada en Antiguo Cuscatlán. Ahí son dos sesiones semanales, además de acudir al hospital San Rafael a que le cambien, cada 15 días, una sonda que tiene en la silla de ruedas, para sus necesidades fisiológicas.
“Nosotros sacamos dinero de donde no tenemos. Imagínese que cada viaje de nuestra colonia hasta el centro de rehabilitación son 35 dólares. Pasamos molestando a la Alcaldía de Tepecoyo, pero a veces no se puede. Ya dos veces no pudimos ir a la cita en el San Rafael para que el cambio de sonda; por eso en una ocasión le volvió a agarrar una infección”, explica la madre.
Desde que estaba en los Planes de Renderos había retomado su afición: pintar paisajes. Algo tan cotidiano como un árbol, un bosque o un volcán se convirtieron en materia prima para reafirmar su lugar en el mundo como un sobreviviente. Mientras su cuerpo permanecía inmóvil, su imaginación era un constante fluir.
Foto. D1. Salvador Sagastizado.
Yovani, el pintor
Ya hace más de cuatro años de aquel día en que un árbol lo aventó por los aires y lo dejó paraplégico. Las sesiones de rehabilitación ciertamente ayudaron: antes no se podía mover, pero ahora sus brazos accionan para comer y maniobrar una laptop.
Desde hace dos meses, después de su sesión terapéutica, Yovani asiste todos los viernes a la academia de arte Notas y Trazos.
“El contacto me tomó por sorpresa. Una amiga que llega a visitarme, fue al café donde se ubica la academia a comer sorbete. Le contó a Lizzie Chamberlain (su propietaria) que yo pintaba, pero que por mi situación era difícil desplazarme. Eso no le importó a ella. Luego de este encuentro mi amiga me dio la buena nueva: querían que yo fuera y desarrollara mis capacidades como pintor.
Cuando entré y vi los colores, los pinceles, las bandejas y los cuadros, mi corazón se aceleró. ‘Vas a tener 5 maestros’ me dijo Lizzie. Entonces me emocioné más. Ese día pinté una cascada grande, como la que hay por mi casa. Me dieron tres tejas para que las trabajara también.‘Como ya podés, te vamos a sacar el jugo’, me dijo uno de los profesores”, narra Yovani.
Desde que ingresó a esta academia, asumió que el arte como forma de alcanzar la plenitud humana requiere trabajo, disciplina. Por eso destina dos horas diarias para trabajar sus pinturas. También en sus sueños lo invade la pasión por los colores y los trazos.
“En la noche sueño que estoy pintando. Antes soñaba que volaba, ahora sueño que solo pintando paso. Lo hago con las manos, las meto en los botes de pintura, me pongo los lienzos en las piernas y comienzo a pintar; sin pinceles, solo con las manos. Echo la pintura, inundo el lienzo de colores y ellos solos van tomando forma y estilo. Al final del sueño vuelvo a pintar con la boca, pero de repente empiezo a caminar sobre el lienzo, como si estuviera dentro del cuadro”.
Así como la naturaleza representa su fuente de inspiración, él mismo se concibe como un ejemplo para las demás personas que por algún motivo no son felices, aunque tengan todas las posibilidades físicas para serlo. Asegura que el arte es lo mejor que le ha pasado a pesar de que el accidente lo marcó. “Me di cuenta de que después del accidente que yo podía dedicarme a esto como una profesión”.
Ya es tarde. Yovani acaba de terminar su cuadro y su boca tiene un color rojo fuera de lo normal. Entre su creación y el rato que lleva hablando, se nota cansado. Es hora pico y debe volver a Tepecoyo a descansar junto con su familia. Más tarde aún volverá a reencontrarse, en sus sueños, con los colores, las figuras y su cuerpo dentro de un cuadro. Él sabe que a esta cita nunca puede faltar.
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