La historia contemporánea de Nueva York no estaría completa sin la historia del controvertido graffiti. Criticado por quienes lo consideran mero vandalismo y castigado bajo la ley, este arte callejero, que nació en la década de 1970 de la mano de adolescentes, ha evolucionado hasta figurar en los muros de galerías y museos, como muestra una exposición en el Museo de la Ciudad de Nueva York.
Son muchas las películas que han mostrado vagones del metro cubiertos de graffiti y paredes de la ciudad, de negocios o edificios de viviendas convertidos en lienzos de colores: cualquier espacio vacío servía para la creatividad. Como dice uno de sus autores «pintar graffitti es como el jazz, no tiene reglas, es lo que se siente».
Lo que empezó con un grupo de chicos escribiendo en esos espacios su alias -o los nombres de sus mascotas- combinado con el número de la calle donde vivían, -que adornaban con comillas, estrellas, halos, corazones o lo que se les ocurriera-, trascendió y muchos se convirtieron en figuras respetadas del arte.
De entre todos ellos destaca el misterioso Banski, al que le siguen otras figuras consagradas como Lady Pink (como se conoce a la ecuatoriana Sandra Fabara), Futura, Dondi o Lee Quiñones, entre otros, que se cotizan en los miles de dólares.
Esta es la historia que desde hoy cuenta la muestra ‘Above Ground: Art from the Martin Wong Graffitti Collection’ en el Museo de la Ciudad de Nueva York.
El movimiento surgió en momentos en la que la ciudad afrontaba la crisis económica de la década de 1970, con recortes en programas a los que iban los chicos tras la escuela. Eso les permitía pasar más tiempo en las calles, en unos años donde la pintura en aerosol estaba al alcance de los menores de edad (no como ahora), comenta a EFE el curador de la muestra, Sean Corcoran .
«El graffitti contemporáneo tal y como lo conocemos hoy realmente se origina en Nueva York y Filadelfia», señala y explica que se trataba de «una cultura juvenil» a finales de los años 1960, principios de los ’70, adolescentes de 14, 16 años, a veces de 12, dieron forma al movimiento que pronto comenzó a propagarse por toda la ciudad y que se convirtió en parte de la cultura popular.
Estos muchachos, de diverso estrato social, comenzaron escribiendo en sus barrios, en los autobuses, más tarde en las estaciones de tren, y luego en los trenes «y a medida que más y más lo hacían, tenían que diferenciarse y tuvieron que escribir su nombre para destacarse. Así fue como la competencia realmente promovió el estilo y luego comenzaron a hacer no solo una firma, sino que la hicieron más grande» agregando detalles, comenta. Conforme su arte viajaba por la ciudad, comenzaron a conocerse y a crear una comunidad.
Así surge el graffiti ‘al estilo neoyorquino’ y se exportó al mundo entero. Después galerías pequeñas y más atentas a lo que se cocinaba en las calles comenzaron a mostrar interés y a invitar a los grafiteros.
El ‘sindicato’ de los grafiteros
En 1972, Hugo Martínez, estudiante de la Universidad pública de la Ciudad de Nueva York (CUNY) creó la United Graffitti Artists para organizar a los mejores autores de Manhattan, El Bronx y Brooklyn y ofrecerles la posibilidad de redirigir su obra a superficies legales.
En marzo de 1980 los artistas Zephyr y Futura abrieron un estudio que permitió a varios de los mejores artistas del metro trabajar en lienzo durante dos meses, lo que muchos hacían por primera vez. Para esta década ya habían surgido nuevas galerías dedicadas a promover y vender este arte específico.
Fue una década en la que además este graffiti llegó a Europa con una exposición de Lee Quiñones y Fab 5 Freddy en Roma (1979). Posteriormente, en la primera gira internacional del Hip Hop que llegó a Londres y Paris participaron varios grafiteros.
A finales de los 80 la Autoridad Metropolitana de Transporte (MTA) advirtió que sacaría de circulación todo vagón de metro con graffiti. «¿Por qué pintar algo cuando va a desaparecer si podían pintar en lienzo y venderlo, ganar dinero, iniciar una carrera y tener un futuro como artista?», comenta Corcoran.
Para el año 1989 prácticamente ya no había trenes con graffiti, lo que marcó el fin de una era.