Cuando Omar Flores despertó de su profundo sueño y vio a través de las ventanas del autobús que había cruzado la frontera, supo que era hombre muerto. Todos lo sabían. Porque en Soyapango así es la vida: hay fronteras invisibles que no se deben cruzar. Las han impuesto las pandillas. Y el que las cruza sin permiso, se muere.
El viernes 17 de junio de este año, Omar, un joven de 22 años que vivía en la urbanización El Limón, de Soypanago, se levantó temprano como todos los días. Se bañó, se vistió y abordó el autobús de la ruta 41-B que lo dejaría en el centro de San Salvador antes de las 7:00 de la mañana. Caminó hasta el almacén “Carmencí” y compró tres “combos” o juegos de sartenes para revender.
El municipio de Soyapango, en San Salvador, se puede dibujar de diferentes maneras. Hay quienes tienen un mapa que lo divide entre la zona urbana, semirural y rural; otros, como la Policía Nacional Civil, lo dividen en tres sectores: sur, centro, y norte. Pero la división más importante, al menos para quienes viven ahí, es la que han hecho las pandillas.
Si bien, la demarcación territorial de Soyapango, elaborada por el Estado, puede servir para saber dónde le toca a uno votar; conocer la demarcación y las fronteras que han establecido las pandillas a sangre y fuego puede mantenerlo a uno con vida en este lugar donde morir de muerte violenta es morir de muerte natural.
Quienes se han repartido el territorio, han marcado las fronteras y han establecido los castigos por cruzarlas son las dos facciones del Barrio 18, Revolucionarios y Sureños, así como la Mara Salvatrucha. Estas pandillas desde hace años han implantado una especie de gobierno de facto cada en cada una de las cuadras en que se divide la urbanización El Limón, en cada una de las cerca de 20 colonias y 12 comunidades en que se divide la zona norte del municipio, y en cada una de las colonias en que se divide todo Soyapango.
Lo peor de las fronteras de la pandilla es que son invisibles. Nadie sino solo los que ahí habitan las conocen bien. Un carro viejo, una casa abandonada, un muro con un placazo… todas podrían pasar desapercibidas por un forastero, pero para un habitante de la zona son más obvias que un elefante. Y no es para menos, ellos las han sufrido, las han aprendido a puro miedo.
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Los buses de la ruta 41-B hacen su recorrido desde el centro de San Salvador hasta la colonia Bosques del Río, en Soyapango y viceversa. En su trayecto de ida desde el centro, el bus pasa por la urbanización Los Santos, toma un desvío desde el centro comercial Unicentro y avanza sobre la calle principal que pasa por el Hospital Psiquiátrico y por una escuela, hasta llegar a otro desvío conocido como “La Ceibita” y toma el camino de la derecha hasta llegar a El Limón.
La urbanización El Limón, de donde salió Omar la mañana del viernes a bordo de un bus de la 41-B, es controlada por la MS-13, y para ser más exactos por la clica Soyas Criminales Locos Salvatruchos (SCLS). En el trayecto hacia el centro de San Salvador, el bus desvía en varias ocasiones de la calle principal, serpenteando entre los territorios controlados por la MS y el Barrio 18.
Omar compró los tres “combos” de sartenes en el almacén Carmencí porque trabajaba de revender los sartenes individuales de casa en casa y así sacarle un poco de ganancia a la “promoción” que él compraba por las mañanas. Cada “combo” es un juego de tres sartenes del más grande al más pequeño. A cada combo, según otros vendedores que salían con él, se le puede ganar de cuatro a seis dólares.
De familia pobre, su madre crió a Omar con lo poco que sacaba de vender tortillas frente a su casa, y su padre trabajó por un tiempo como vigilante. Con eso lograron que su hijo estudiara hasta noveno grado de educación básica.
Luego de encontrarse con otros amigos y vecinos que también trabajan de revender sartenes, Omar le comentó a uno de ellos que ese día iba a trabajar solo porque su “grupo” se durmió. Todos se levantaron tarde, menos él.
El joven de la urbanización El Limón se fue a vender hacia el parque centenario, un territorio del centro de San Salvador controlado por la pandilla 18. A este lugar, los vendedores pueden entrar con su mercancía con la suerte de tener que pagar una “cuota” de algunos cuantos dólares a los pandilleros para que los dejen caminar libremente. Por esas calles anduvo Omar hasta que terminó su venta.
Luego de vender el último sartén, Omar regresó al almacén Carmencí y dejó pagados seis “combos” de sartenes para trabajar el siguiente día. Horas antes, cuando salió de su casa, su madre le había dado un dinero extra para que comprara tres combos para él y tres más para su hermano, que también trabajaba en lo mismo. Después se subió a la ruta 41-B que lo llevaría nuevamente hasta su casa, en Soyapango.
No se sabe exactamente dónde, pero en alguna parte del trayecto de vuelta hacia su casa que implica poco más de una hora de camino, Omar se dejó vencer por el sueño y se durmió en el bus. Se durmió. Como cualquiera pudo haberlo hecho en cualquier parte del mundo. Ese fue su peor error.
En su ruta de ida desde el centro de San Salvador hasta Soyapango, el bus de la 41-B llega a “La Ceibita” y cruza hacia la derecha hasta para entrar a dejar a la gente de El Limón. Luego regresa hasta el desvío y sigue su ruta sobre la calle principal hasta llegar a Bosques del Río, una zona clara y fuertemente controlada por pandilleros del Barrio 18.
En este mundo de fronteras imaginarias que pueden significar la vida o la muerte, los habitantes de Soyapango han aprendido a crear símbolos, señales que les indiquen de dónde no pueden pasar si es que no quieren perder la vida o cuando menos salir con una buena paliza, si es que la suerte los acompaña. Es desvío de “La Ceibita”, por ejemplo, que en realidad lleva ese nombre porque hay un árbol de ceiba sembrado en un pequeño redondel, sirve como frontera entre los territorios de la MS y del Barrio 18.
Según cuentan los lugareños, los pasajeros que vienen saliendo de Bosques del Río en el bus de la 41-B prefieren bajarse en el desvío de “La Ceibita” y esperar a que salga de la zona de El Limón para volverse a subir y continuar su camino. “No importa pagar doble pasaje. Vale más la vida”, dice una señora habitante de El Limón. Esta frase la complementa un policía del puesto más cercano: “Un joven que venga de El Limón y entre a Bosques del Río o viceversa, es muerto”.
No es que algo de esto fuera nuevo para Omar sino que cuando el bus entró a El Limón, dio la vuelta y salió hasta “La Ceibita”, estaba profundamente dormido.
-Eso pasa bien seguido – dice un motorista de la ruta 41-B. – Siempre hay gente que queda dormida y uno la tiene que despertar. Yo lo que hago es que le digo a los otros pasajeros que los despierten y que se bajen porque si llegan hasta el punto los matan.
Omar continuó la ruta bajo un profundo sueño mientras el bus iba quedando vacío en el camino.
Al final de la ruta, ya bien adentrado en la colonia Bosques del Río, la marcha se detuvo. Cuando Omar Flores despertó de su profundo sueño y vio a través de las ventanas del autobús que había cruzado la frontera, supo que era hombre muerto. Todos lo sabían.
Un grupo de pandilleros del Barrio 18 se subió a la unidad y lo bajaron a la fuerza, le preguntaron que de dónde era y le pidieron el DUI. Así hacen las pandillas para saber de dónde es el intruso que se mete a sus tierras sin permiso. Entonces vieron la dirección y leyeron su sentencia de muerte: “Urbanización El Limón”. Territorio MS.
Los pandilleros, según la versión policial del hecho, “caminaron” a Omar unos trescientos metros hasta el último pasaje de la colonia Bosques del Río, adonde lo apedrearon hasta que murió. A lado de su cuerpo quedaron las piedras con que lo mataron.
A partir de ese día, los empresarios de la ruta 41-B escribieron letreros en algunas de sus unidades: “Directo”. Desde entonces algunas unidades ya no entran a El Limón y se van de paso hasta el punto de buses en Bosques del Río. Sin embargo, según los lugareños y los policías, eso no durará mucho. Dicen que ya han hecho igual cuando han matado a otros que se durmieron y cruzaron las fronteras.
La policía, acostumbrada a ver este tipo de muertes todos los días en esta zona, dice que se ha abierto una investigación por el caso. Uno de los agentes de la zona acepta entre dientes que es un procedimiento de rutina, pero que “es de más”, que no se va a dar con los hechores aunque todo el mundo sepa quién fue, aunque sea un secreto a voces que el asesino de Omar se llama Barrio 18 Sureños.
Las fronteras impuestas por las pandillas en cada uno de los barrios, colonias, comunidades o urbanizaciones de cada uno de los 216 municipios distribuidos en cada uno de los 14 departamentos de todo El Salvador, cobran vidas a diario.
Omar no era pandillero. Lo dice la misma policía y hasta sus vecinos. Todos lo conocían como un joven que siempre intentó salir adelante y no meterse en problemas. Pero en este lugar las fronteras son claras, y no hace falta ser parte de ninguno de los bandos que las han establecido para pagar sus consecuencias.
Estas fronteras y el castigo que significa cruzarlas sin permiso han obligado a los habitantes de Soyapango, así como a millones de salvadoreños en los 215 municipios restantes del país, a vivir en pedazos de El Salvador.
Omar Flores nunca pudo vivir en un país, siempre vivió en pedazos de país por los que las pandillas le daban permiso de caminar. Porque en Soyapango así es la vida: hay fronteras que no se pueden cruzar, y aunque el Estado diga lo contrario o trate de ignorarlas, el que las cruza, se muere.