Un teléfono suena.
-Hola, mi amor, ¿ya se fue a cambiar?; ya vamos a llegar nosotras.
-…
-Aquí, aquí abajo estoy. Aquí andamos con tu mami Tere.
-…
-Vagando andamos, mi amor, vagando.
-…
-Ah… ¿Ya te dijeron? ¿Ya te dijo la Brenda?
-…
-Sí, precioso. Estamos esperando a ver si nos dan a papá Miguel.
-…
-¿Qué, mi amor? No le oigo… no llore.
-…
-¿Que usted le va a andar cuidando la cabra ahora a su papi Miguel? ¿Usted le va a ir a pastear el caballo todos los días?… Vaya, mi amor precioso, usted lo va a cuidar.
-…
-Vaya, mi amor bello. Ya vamos a llegar, oíste. No llorés, no llorés. Ya va a pasar.
Ya va a pasar, dijo.
La conversación es entre una hija y un nieto de Miguel Ángel Hernández, un corralero que fue masacrado este jueves junto a diez personas más que trabajaban subcontratados por una empresa de electricidad en el cantón Agua Escondida, de San Juan Opico. A todos los masacró la pandilla.
Uno de los jornaleros, don Miguel, de 58 años de edad había salido, como todos los días, a las 4:00 de la mañana de su casa, en el caserío Las Flores, a ordeñar las vacas que un señor le había encargado desde hace cinco años.
-A las ocho de la mañana regresó, le serví su comidita y salió de nuevo a pastear las vacas – relata doña Juana, la viuda de don Miguel.
A la misma hora que don Miguel pasteaba las vacas en un potrero, montaña adentro, de Agua Escondida, un grupo de nueve trabajadores contratados para hacer hoyos para plantar postes que sostuvieran cables de electricidad avanzaban sobre la calle de polvo que atraviesa el caserío.
***
Frente a Medicina Legal de Santa Tecla hay un grupo de ocho mujeres y cuatro hombres. A todos se les ven las caras desencajadas y lágrimas en los ojos. Saliendo del portón principal viene una señora envuelta en varios trapos con estampados de flores cafés.
Apenas pone un pie afuera, sus dos hijos la abrazan y ella rompe en llanto.
-Me mataron a mi niño, me mataron a mi niño… ¡¿por qué?!… me mataron a mi niño – dice con la voz quebrada. Sus hijos, un joven de unos 20 años y una mujer que aparenta tener unos 30, la abrazan y lloran juntos.
Son familiares de parte de los once hombres que fueron masacrados por pandilleros de la Mara Salvatrucha en el cantón Agua Escondida, en San Juan Opico, La Libertad.
El jueves 3 de marzo, cuando eran cerca de las 9:30 de la mañana, varias ráfagas de disparos irrumpieron en el silencio que inundaba a Agua Escondida.
Una a una, el encargado de la funeraria va llamando a las familias de cada uno de las víctimas de la masacre. Les da unas palabras en un intento por animarlas y les explica el procedimiento.
-Ahí le van a pedir el nombre, le van a abrir una cajita y se lo van a enseñar. Usted tiene que verlo. Véalo bien y reconózcalo. No se puede equivocar – insiste el muertero.
Cuando una madre, una hermana o una hija de los masacrados entra a Medicina Legal se va por un sendero adornado con flores. Doña Gloria, la madre de uno de los jóvenes trabajadores asesinados, camina agarrando una toallita entre las manos y se pierde de vista con la cabeza agachada.
A la salida, la madre asoma con la congoja brotándole por la boca. Llora, grita, abraza a los suyos y pregunta lo mismo que todos los que van saliendo de ese lugar: “¿por qué me lo mataron?”.
La mamá de Jónatan Gabriel Castellanos, de 25 años, es morena y bajita. Usa una falda café y anda envuelta en un suéter gris. Entre lágrimas lanza al aire un último recuerdo de su hijo en voz alta, en un intento más por recordarlo vivo.
-Todavía hoy en la mañana se despidió de mí. “Primero Dios en la tarde regreso, mamá”, me dijo. Pero ya no regresó.
Era el séptimo día de trabajo de Jónatan en la empresa que lo contrató para hacer hoyos en la tierra, donde se sembrarían postes para sostener el cableado eléctrico de alta tensión.
***
Pasaron por ellos a las 5 de la mañana. Jonathan Gabriel Castellanos junto a sus siete compañeros, Jorge Alberto, José Carlos, Francisco Javier, Erick Salvador, Marvin Iván, Gerson Carlos, José Alonso, y el motorista, Miguel Ángel, todos contratados por una empresa para hacer hoyos para plantar postes, salieron rumbo al cantó Agua Escondida, en San Juan Opico, La Libertad; sin saber que a pocas horas de empezar su jornada, un grupo de pandilleros de la Mara Salvatrucha los iba a capturar, torturar y asesinar a sangre fría.
-“Se oían ráfagas… ¡pum, pum, pum, pum…! Y después como que cargaban… ¡pum, pum, pum, pum…! Seguían
Un lugareño de Agua Escondida asegura haber visto con vida por última vez a los trabajadores a pocas horas de que los mataran.
A las 8:00 aproximadamente los vieron vivos por última vez. Todos andaban en un camión blanco donde además llevaban sus herramientas de trabajo.
Una hora y media después, cerca de las 9:30 de la mañana, un grupo de pandilleros se acercaron adonde Jonathan y sus compañeros laboraban. Les apuntaron con sus pistolas y los maniataron con cintas de zapatos. Los subieron a su propio vehículo y los hicieron avanzar montaña adentro.
Miembros de la clica Joya de Cerén Locos Salvatruchos (JCLS) cometieron uno de los hechos de brutalidad pandilleril que quedará marcado en la memoria de los salvadoreños y en el listado de masacres que cada vez se hace más largo en este país.
Esta, sin embargo, es la segunda masacre de inocentes más numerosa cometida por pandilleros en lo que va del siglo 21, después de la quema del microbús de la ruta 47, en Mejicanos, donde murieron calcinadas 17 personas.
Un grupo de nueve trabajadores subcontratados por una empresa de electricidad para plantar postes fueron asesinados por pandilleros, mientras que dos jornaleros más que estaban en el lugar equivocado, a la hora equivocada, fueron ejecutados por haber visto algo que nunca pidieron ver.
***
Los pandilleros bajaron a los ocho trabajadores del camión y los hincaron en línea recta, uno a la par del otro, con las manos amarradas hacia atrás. Portaban un revolver, 38 milímetros; una escopeta calibre 12 y varios corvos.
Al motorista, los pandilleros le quitaron la camisa y lo hincaron a un metro y medio de los otros trabajadores.
Según la reconstrucción de los hechos que hicieron los investigadores de la Policía Nacional Civil (PNC), uno de los trabajadores fue separado por poco más de un metro y medio de donde fueron ejecutados los otros siete, antes de ser asesinado.
Para concluir la matanza, los pandilleros acabaron con la vida de dos jornaleros que pasaban por el lugar y, sin querer, fueron testigos de la masacre de los trabajadores. Uno de ellos era don Miguel, quien solo andaba pasteando las vacas, montado en su yegua café.
Cuando se hicieron las 12 del mediodía y don Miguel no llegaba, su esposa empezó a preocuparse. Tras varias llamadas al teléfono sin que su cónyuge contestara, doña Juanita, regordeta de piel trigueña decidió salir a la calle. Entonces vio entrar y salir varios vehículos, algo que no es normal en la zona y llegó a sus oídos el primer rumor. “Dicen que han hecho una gran matazón allá arriba”.
Doña Juanita se fue, junto a sus tres hijas, corriendo sobre la calle de polvo que lleva hacia el potrero a buscar a su esposo hasta el terreno donde llevaba a pastar a los animales. Pero una cinta amarilla le impidió el paso.
Un inspector de la Policía le explicó lo que había pasado y ella no lo podía creer.
-“No es posible. Si lo hubieran querido matar, él hubiera corrido. Él conoce bien todos estos terrenos, no creo que lo hayan agarrado”, decía yo -, cuenta doña Juana.
Era cierto. Su esposo, Miguel, era una de las once víctimas de la masacre.
Durante toda la tarde, doña Juana esperó junto a sus hijas para que le entregaran el cuerpo de su esposo.
-Él era inocente. Él no debía nada. Yo digo que no me lo hubieran matado, no hubieran hecho esa barbaridad – dice entre lágrimas, la esposa de un inocente más que murió a manos de las pandillas.