Las lágrimas ruedan en las mejillas como cantos rodados en el abismo. El dolor está en carne viva. En la acera de la funeraria Chacón los lamentos llegan hasta el cielo y se quedan pegados en las nubes negras. Pero también hay risas nostálgicas por los buenos tiempos, vodka barato servido en vasitos desechables, recuerdos y borrachos cantando que se balancean de izquierda a derecha con mueca lastimera.
En la funeraria ubicada en el barrio San Lorenzo, Santa Ana, también está el cadáver de Alfredo Pacheco.
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Alfredo se radicó definitivamente en Estados Unidos en octubre de 2015. Trabajaba como futbolista principiante en una liga menor de Los Ángeles en la que ganaba hasta $200 por partido disputado. El 23 de diciembre rompió la rutina y llegó a El Salvador a pasar las vacaciones de fin de año con su esposa Gloria Elizabeth y su hijo de siete años y su hija de once. Los primeros días en el terruño los ocupó para reunirse con familiares lejanos y reencontrarse con los amigos de la infancia; en eso estaba en el momento que la muerte lo encontró: a las tres de la madrugada del domingo pasado estaba departiendo en una gasolinera ubicada en la entrada de la Ciudad Morena cuando un sujeto le disparó seis veces a sangre fría; tres proyectiles impactaron en su tórax, abdomen y brazo. Murió diez minutos después. Sus amigos que lo acompañaban resultaron con heridas de bala. El ataque quedó grabado en las cámaras de vigilancia.
Hasta el momento la Policía Nacional Civil (PNC) no tiene claridad del porqué los sujetos asesinaron al exseleccionado y exjugador del FAS. Solo hay elementos que más adelante pueden servir para construir una hipótesis: no se trató de un intento de robo pues el asesino esperó que saliera del servicio sanitario para acribillarlo y no se llevó nada de la mesa en la que estaba. También se sospecha que los acompañantes son miembros de grupos delincuenciales.
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Cuando cumplió seis años Alfredo se ganó un espacio para jugar en Los Vencedores, un equipo de fútbol que patrocinaba el exseleccionado nacional Rafael Gonzalo Henríquez. La cancha de sus primeros goles fue El Tamarindo en la que demostraba su carácter fuerte y su obsesión por destacar. En los siguientes seis años continuó formándose como jugador hasta entrar a la adolescencia y pasar al Real Santa Ana que le sirvió de trampolín para recalar en las selecciones nacionales y en la reserva del FAS.
Ni siquiera había cumplido la mayoría de edad pero ya acumulaba en su hoja de vida varios premios por su exquisitez en el campo de juego y sus dotes de líder con los que empujaba a sus compañeros en la cancha.
El juego de Pacheco se sostenía en un trípode: sed de hacer goles, de pegarle a la pelota siempre que hubiera una oportunidad y vistosidad a la hora de las jugadas cruciales. Pero afuera del campo su seriedad se transformaba en una carcajada hirsuta cuando, al menor descuido, se deshacía en bromas a sus compañeros y a veces hasta arrasaba con los entrenadores.
Sus años de gloria fueron en el FAS, el equipo de sus amores. Su posición como lateral izquierdo –defensor y a la vez armador de jugadas- le daba una vista privilegiada del campo de juego. Pero su portentoso físico y su capacidad estratégica también le daban condiciones para desempeñarse como central, volante de contención e incluso como centro delantero.
En aquellos años, sus mejores años, ganó cinco títulos con el FAS en la etapa de entrenador de Agustín “la Chochera” Castillo. En 2009 el New York Red Bull lo contrató para jugar en la Liga Mayor de Fútbol de Canadá y Estados Unidos. Pero tiempo después regresó al fútbol nacional a jugar con Club Deportivo Águila aunque en su sangre siempre corrían los colores del equipo tigrillo.
El amor por el FAS no era casualidad sino de toda la vida. Y lo vivió en las buenas y en las malas.
En 2007 el equipo fasista ganó al Ciclón del Golfo. Fue una victoria más. Pero los perdedores se enojaron y empezaron a agredir a los vencedores. Se escucharon insultos y provocaciones. En el tumulto Pacheco se abalanzó contra el utilero del otro equipo y le quebró la nariz de una trompada. Un policía intentó capturarlo pero se puso en medio el entrenador Nelson Ancheta. Los jugadores tigrillos corrieron al camerino bajo una lluvia de piedras. Afuera una turba quería lincharlos.
“Profe, no me vaya abandonar, nos quieren matar”, le dijo Pacheco al entrenador. Pero afuera la turba no paraba en su ansia de ver ríos de sangre. Y los custodios eran insuficientes para detenerlos. Por eso idearon un escape: se disfrazaron como policías y se escaparon en medio de los agresores. Así era su amor por el FAS y por el fútbol.
A la hora de los penales demostraba sus nervios de acero; nunca falló ni uno solo. En el funeral Ancheta recordó: “No le temía a nada ni a nadie. Ha sido uno de los mejores laterales de El Salvador”.
La mayor parte de su vida futbolística la dedicó a darle alegrías a los aficionados fasistas y de la Selección Mayor. Hasta el día en que cayó en desgracia cuando la FESFUT lo suspendió de por vida por haber participado en amaños de partidos que pagaban apostadores internacionales. La sanción lo vetó del fútbol nacional y de cualquier liga profesional del mundo adscrita a la FIFA. Esa mancha no solo lo afectó a él sino también a su familia que vivió un giro de 360 grados.
Gloria Elizabeth contó, por ejemplo, que su hijo de siete años empezó a sufrir maltratos. Ella tuvo que ir a la escuela a pedir que los maestros intervinieran. Pero Pacheco también fue la muerte moral aunque, en público, asumiera con entereza el castigo que le habían impuesto las autoridades futbolísticas. Él era de los que si pasaba tres días alejado de la cancha empezaba a deprimirse, a sentirse enfermo del alma.
“Quiero que los aficionados lo recuerden por sus logros, por los gustos que les dio”, pidió la viuda. Uno de esos gustos, según ella, fue cuando encajó en la portería de la Selección de México un zurdazo que le dio vida al Estadio Cuscatlán. “Aunque todo el mundo piense que se fue un amañador, traidor, lo que quieran decir, pero tienen que aceptar que se fue el mejor lateral izquierdo de El Salvador hasta este día”, agregó.
Esa etapa negra Chalo Henríquez también la sufrió. Pero nunca se atrevió a preguntarle a Pacheco por qué permitió que los valores que había aprendido como jugador en Los Vencedores y en Real Santa Ana sucumbieran ante la tentación de unos pocos dólares. Prefirió respetar su silencio y la vergüenza interior que cargaba como una cruz.
Otra de sus pasiones, explicó Gloria Elizabeth, era correr como piloto de cuarto de milla. Había modificado un carro para eso. Y de hecho había planeado participar en varias competencias en enero. Antes de ser asesinado, en una conversación íntima de esposos, le confesó su último deseo: cuando muriera quería que en el ataúd le metiera un casco de piloto porque en el cielo pensaba tener un carro modificado que alcanzara cien kilómetros por hora en cinco segundos.
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El funeral ya no es un funeral. Es una reunión de familiares y aficionados que despiden a uno de sus héroes.