El Salvador
domingo 17 de noviembre de 2024

El asesinato de un policía desde los ojos de su familia

por Bryan Avelar


"Este es un dolor que quizá solo una madre puede entender, pero cuando le matan un hijo a uno es como que le arranquen un pedazo del corazón a cuchilladas".

Tenemos que lamentar también esta semana la muerte de dos policías. Son hermanos nuestros. Ante el atropello y la violencia jamás he paralizado mi voz. Me he puesto, con compasión de Cristo, del lado del muerto, de la víctima, del que sufre, y he pedido que oremos por ellos, y nos unimos en solidaridad de dolor con sus familias (Monseñor Romero – Homilía 30 de abril de 1978).

Una madre

Mire, hijo, le decía yo, tenga cuidado, al ratito me le puede pasar algo. Ay, mamá, no se aflija tanto, me decía. No se aflija, me decía. De todos modos esta es mi lucha. A los policías así nos toca. Ay, no, le decía yo, pero me lo pueden molestar los pandilleros, y si le pasa algo yo me muero. Sí, me dijo, pero primero Dios que no. Y se fue. A los 15 minutos estaba muerto.

Sentada en la mesa, desayunando un pedazo de pan dulce remojado con café, doña Teresa, de 63 años, se limpiaba las migajas de la boca cuando escuchó sonar varias veces el teléfono. Era René, su hijo menor, quien al otro lado de la bocina le gritaba llorando que acababa de encontrar a su hermano Luis tirado en la calle, boca abajo. Muerto.

Dejando caer el pedazo de pan, doña Teresa rompió en llanto. Ella lo sabía. Había pasado la noche anterior con un mal presentimiento, una extraña cosquilla incómoda en el pecho que no la dejó dormir bien. Su hijo Luis Adilio Rivera, policía desde hace cinco años, le había contado que los pandilleros de la zona lo habían vuelto a amenazar. Que no se descuidara, le dijeron.

El martes 15 de julio de 2014, Luis Adilio había pedido permiso para faltar al trabajo. Era un agente de la Policía Nacional Civil destacado en la delegación del municipio de San Juan Opico. Pero ese día necesitaba acompañar a su hijo de cinco años a la escuela para verlo bailar “El Carbonero” vestido de indio, en la plaza mayor del parque de Suchitoto, en La Libertad.

Yo quiero ir al pueblo porque le quiero tomar unas fotos al niño, me dijo. Pediste permiso, le pregunté. Sí, pedí, mamá, me dijo. El siguiente día mañanió y se fue con el niño vestido de indio para Suchitoto. Él llevaba una camisa celeste y un jeans.

Al regresar de la celebración, Luis le enseñó las fotos del niño a doña Teresa. Deberías mandárselas a tu hermana para que las vea, le dijo su mamá. Qué ratos se las mandé, respondió Luis. Luego de eso le contó sobre la amenaza de los pandilleros y después todo fue silencio. Suspiros de una madre preocupada que no podía dormir tranquila pensando en su hijo que yacía acostado al otro lado de la calle, a pocos metros, en su propia casa.

El día siguiente se levantó temprano, se puso una camisa roja cuadriculada que yo le había comprado y se vino a despedir de mí. Qué chulo te vez, papa, le dije. En la tarde vengo, mamá. Y ya no regresó.

A Luis lo esperó un pandillero del Barrio 18 con una pistola nueve milímetros en la mano cuando iba hacia el trabajo en su motocicleta nueva, a pocos kilómetros de su casa, antes de un túmulo, a menos de cien metros de una casa que sirve de comandancia para un equipo de policías y soldados del cantón San Francisco, en Suchitoto. Fue en esos segundos, en esa fracción de minuto en que el agente se detuvo para pasar despacio el retén y le quitaron la vida. Pocos minutos después, René, su hermano, pasó en un pick up azul y fue que lo vio tirado al lado de un charco de sangre que le salía del pecho.

Foto D1. Referencia.

Foto D1. Referencia.

Desde entonces, su madre, doña Teresa ya no es la misma. Desde entonces se le van las noches llorando y recordando a su hijo ejemplar. Desde entonces, cuenta, siempre le pregunta al Señor, su dios, ¿por qué? ¿Por qué te lo llevaste, Señor?

El cadáver de Luis fue levantado entre los 351 que el Instituto de Medicina Legal (IML) procesó en julio de 2014, y aunque fue despedido con honores y con una bandera de El Salvador sobre el ataúd, una marcha fúnebre con la orquesta de la policía y tres disparos de luto, doña Teresa no tiene consuelo.

Este martes 18 de agosto, el mismísimo presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén le entregó un diploma y una medalla, un recuadro y le pronunció unas palabras de consuelo, quizá las mismas que le repitió a las más de 180 familias de agentes que han muerto en el cumplimiento del deber desde la fundación de la Policía Nacional Civil (PNC), en 1994.

Doña Teresa recibe agradecida el diploma y la medalla en el cuello. Le agradece al presidente y se regresa a su silla, donde están sus dos hijos esperándola. Agacha el rostro y piensa en su hijo, en que sería mejor tenerlo aquí, con vida, que estar recibiendo medallas del presidente.

Uno se siente bien que le reconozcan y que le ayuden, porque sí es cierto que a mí me han ayudado. Nos cuidan y al niño le dejaron una pensión. Pero ¿usted cree que el vacío que deja un hijo se llena con esto?, ¿Cree que el niño no preferiría vivir pobremente, días comiendo y días no, pero con su papito que lo cuide? Este es un dolor que quizá solo una madre lo puede entender, pero cuando le matan un hijo a uno es como que le arranquen un pedazo del corazón a cuchillazos.

¿Que si creo que matar a los pandilleros es la solución al problema? Mire, yo pienso y siento como madre. Todas somos madres y todas sentimos. Porque así como yo sentí a mi hijo que me lo mataron, también aquella madre puede sentir que le maten a su hijo pandillero, pero como usted sabe que uno como madre a veces no los educa. Yo lo que puedo decir es que todas somos madre y sentimos el dolor.

***

Una esposa

Eran las 5:00 de la tarde y yo ya lo estaba esperando con la comida hecha cuando nos calló una llamada. Era él diciéndonos que lo había agarrado la tormenta, que se iba a tardar un poquito más, pero que ya venía. Era el 27 de junio del año pasado.
Las gotas que quedan colgadas de las hojas de los árboles después de la lluvia se descolgaban y golpeaban la lámina de la casa de doña Zoila, la esposa del agente Canales, cuando unos disparos irrumpieron la calma.

Doña Zoila y sus seis hijas estaban sentadas en la sala de la casa, y tras escuchar las explosiones se quedaron asustadas, viéndose las caras unas a otras, hasta que Karla, la mayor, se levantó, tomó el teléfono y le llamó a su papá. Ya no contestó.

Entonces salimos a la calle, corriendo, porque los disparos se habían escuchado como a dos cuadras, cuenta doña Zoila. La calle estaba muy húmeda. Todavía corrían chorritos de agua por la cuneta.

El cuerpo del agente Martín Canales Rodríguez quedó tirado junto a su motocicleta luego de que al menos tres pandilleros de la Mara Salvatrucha le salieran al paso y, en son de amigos, lo detuvieran para luego dispararle sobre la calle principal del caserío La Flor, del cantón San José Obrajuelo, en La Paz.

Yo ya me sentía tranquila aun sabiendo que él todos los días salía a exponer la vida, dice doña Zoila, al mismo tiempo que explica cómo después de 18 años uno se acostumbra a arriesgarlo todo a diario, y cómo cada salida de él dejó de ser una preocupación de que lo mataran y se convirtió en esperanzas de que volviera.

Pero ya por último las cosas cambiaron. Se puso bien feo en el caserío y los pandilleros andaban matando bastante gente. La policía metió varios operativos y como que se había alborotado la cosa. Entonces fue que le pusieron odio a mi esposo, solo por ser policía, cuenta la ahora mujer viuda de 56 años.

El agente Canales tuvo una larga trayectoria en la PNC. Sirvió los primeros años en el área de seguridad pública como un policía más, pero pronto fue demostrando capacidad e interés en las cosas y se especializó. Pasó de ser un “soldado raso” y lo trasladaron a la Unidad Técnica Operativa (UTO) y más tarde en el Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPES), una de las unidades con mayor poder de fuego en la policía. Finalmente, gracias a su experiencia en el manejo de armas, el agente terminó dando clases de práctica de tiro en la Academia Nacional de Seguridad Pública (ANSP) a los nuevos estudiantes que se preparaban para ser policías. Hasta que le cortaron la vida.

Las manos de doña Teresa mientras narra la muerte de su hijo. Foto: D1. Nelson Dueñas.

Las manos de doña Teresa mientras narra la muerte de su hijo. Foto: D1. Nelson Dueñas.

Hoy, a más de un año después de su muerte, su esposa, doña Zoila lo recuerda constantemente. Todavía lo llora y se quebranta al hablar de él. Cuenta con dificultad detalles de su muerte y, sosteniendo un diploma que el presidente Sánchez Cerén le entregó en su honor, explica que se siente bien de haber sido la esposa de un hombre al que hoy se le reconoce su esfuerzo y su sacrificio. Porque mil veces prefiero que él haya sido un esposo que defendió al pueblo y no un ladrón o un criminal, dice con lágrimas en los ojos.

Me siento un poquito galardonada por este honor que nos hacen, por la medalla. Aunque con esto no nos devuelven la vida ni tantos años de vivir juntos, explica.

***

Una hija

A mí lo que más me duele ¿sabe qué es? Que un hombre tan experto en armas como mi papá haya sido asesinado vilmente por unos pandilleros que usaron la estrategia del amigo para emboscarlo.

Yo soy Karla, la hija de doña Zoila y del agente Martín Canales Rodríguez, destacado como profesor de práctica de tiro en la ANSP, y voy a contar lo que uno siente cuando los pandilleros le matan a su padre por ser policía.

Mi papi fallece el 27 de junio, un viernes a las 5:00 de la tarde. Una fecha que jamás vamos a olvidar, ni yo ni mi familia. Como ya había dicho anteriormente mi mami, nosotras estábamos en la casa, a la espera de que él llegara del trabajo. Ya nos había llamado para decirnos que se iba a tardar, pero que iba a llegar. Nosotros nos quedamos esperándolo como siempre.

La Academia queda ubicada en el municipio de San Luis Talpa, a unos diez minutos en bus desde la casa de nosotros. Ahí estaba mi papá pasando la lluvia que empezó a caer como desde las 4:00 de la tarde. Él vestía, como siempre, sus botas de desierto color beige, un jeans tipo comando y una chamarra negra. Andaba en su motocicleta viejita porque le gustaban mucho las motocicletas.
Él se había desempeñado en unidades de la policía bastante delicadas como la UTO y el GOPES, unidades altamente efectivas que golpeaban a cada rato a las estructuras criminales de la zona. Por eso quizá los pandilleros lo pusieron en la mirilla.

Con la capacidad que él tenía, con esa habilidad en el manejo de las armas, bien podía haber hecho una estrategia y haberlos eliminado a todos; sin embargo mi papá siempre consideró el lado humano de los pandilleros, pero ellos la de mi papá no.
Mi papá era un hombre y un policía tan humano que siempre trató de no ser reactivo sino pasivo, siempre buscaba la conciliación con ellos, con los pandilleros, porque ahí mismo vivían, porque eran bichos que él conocía desde chiquitos y, pues sí, no le iba a gustar que los mataran aunque se lo merecieran.

Diploma que el presidente Sánchez Cerén entregó a familiares de policías asesinados, en las manos de una hija huérfana. Foto: D1. Nelson Dueñas.

Diploma que el presidente Sánchez Cerén entregó a familiares de policías asesinados, en las manos de una hija huérfana. Foto: D1. Nelson Dueñas.

Claro que los conocía. Eran delincuentes que andaban haciendo cosas, pero nunca habían hecho nada ahí mismo, siempre andaban molestando en otra zona. Pero se puso bien peligroso y dijeron que iban a eliminar la fuerza de ese caserío, que era mi papá.

Él siempre fue un hombre que llegaba a la casa y se dedicaba a sus cultivos. Porque le gustaba sembrar hortalizas, vegetales, a veces frijoles o maíz. Pues sí, por la zona en que vivimos, ahí se da mucho la agricultura. Después de que llegaba a la casa también le gustaba limpiar o darle mantenimiento a la motocicleta. Era un hombre que le gustaba pasar trabajando todo el tiempo que estaba despierto. Pero eso no lo hacía dejar de ser afectivo. A todos nos quería.

Esa tarde yo salí corriendo de la casa junto a mis hermanas y mi mami. La primera que lo vio fui yo. Estaba tirado boca abajo, embrocado con el bolsón todavía puesto en la espalda y se le veía la ropa mojada de sangre. Estábamos lejos porque ya habían acordonado la zona con cinta amarilla.

Somos seis hijas las que quedamos huérfanas esa tarde. La menor tenía 10 años y la mayor 29. Desde entonces ya no vemos la vida igual. Desde entonces nos arrancaron como un pedazo del alma, como si le hicieran a uno una operación y le dejaran un vacío en el pecho.

Este reconocimiento que hoy nos han dado no me va a compensar el dolor. Nunca. Pero al menos esto nos hace recordar con más fuerza que tuvimos un padre que ahora es considerado héroe. Un padre así me va a hacer sentir orgullosa toda la vida. Saber que tuve un padre que lo han homenajeado, a él y su memoria, y porque sirvió a la patria durante 18 años, hasta el último día de su vida.