Han pasado ocho años desde que Sherry Ann puso un pie en El Salvador. Lo hizo con una idea en la cabeza: encontrar al hombre que la engendró. Era una fría mañana de mayo. Las calles estaban mojadas a causa de una débil lluvia que caía sobre todo el territorio.
A su padre no lo conoce. Apenas recuerda su figura anglosajona y su fisonomía poco singular. Piel blanca, flaco, alto, cabello rubio, nariz alargada, ojos azules. Así más o menos lo recuerda.
Sabe que se llama- o se llamaba- Giovanni, que era militar y que a inicio de los años ochenta viajó a El Salvador a cumplir una misión oficial encomendada por el ejército estadounidense. Eso es lo único que sabe.
Por ello, la consciencia de Sherry le dice que no es tarea fácil localizar a su progenitor. Y sobre todo porque han pasado muchos años sin tener una tan sola notica de él.
No tiene una fotografía, y menos algún documento que pertenezca a su padre, que le ayude en su búsqueda. Vagos recuerdos. Es todo lo que alberga en su memoria.
Pero en su interior algo la impulsa a continuar esa eterna batalla. Le sobra el coraje y ahora más que nunca le obsesiona la idea de encontrarle. Para ella es cuestión de vida o muerte. Así lo define.
***
El crepúsculo amenaza con descender sobre San Salvador. Es miércoles. Un leve accidente de tránsito ha generado un fuerte atasco vehicular en una de las calles del boulevard Constitución. En pocos minutos todo volverá a la normalidad.
En un reducido terreno que divide la carretera está una pequeña champa, bien articulada, construida a base de láminas y madera. La entrada está erigida por trozos de tela de costales. Ahí, afuera, una mujer rubia golpea unos alambres con un martillo.
Junto con un compañero nos acercamos. En ese momento, un par de ojos amarillos, llenos de ira, se posan sobre nosotros. Sujeta el martillo con fuerza y nos repele. Nos cuestiona. Nos hace entender que hemos invadido su territorio y que nuestra presencia no le es grata.
Le manifestamos que nuestra intención no es molestarla. Que sólo estamos interesados en conversar un momento con ella. Su mirada sigue fija sobre nosotros y la mano con la que sostiene el martillo no para de temblarle. Insistimos de manera afable nuestra pretensión.
Luego de un breve silencio, agacha el rostro y apaga un pequeño radio, conectado a una batería de carro, donde sonaba una canción de la banda alemana Scorpions. Buena señal. Todo indica que ha aceptado escucharnos.
Sherry viste una camisa tipo polo y un pantalón formal color negro. Sus botas de hule también son negras. Del mismo color es su gorra. Tiene 35 años, pero parece de cincuenta.
Su rostro ovalado está evidentemente quemado por el sol. Algunas arrugas aparecen cuando recita sus ideas de forma expresiva. Sonríe poco y su mirada es frígida. Sus brazos largos y delgados son rústicos como los de un mecánico. Sus manos están mugres.
Nos sentamos en la acera, en torno a ella, y comenzamos una tímida plática. Le preguntamos a qué se dedica y nos responde en español, pero con un claro acento americano, que durante la mañana recorre la ciudad en su bicicleta. Recoge botellas de plástico, latas y papel.
Trata de explicar que no es tarea fácil andar, durante varias horas y bajo un ardiente sol, hurgando de basurero en basurero. Rompiendo bolsas y llenándose las manos de podredumbre para sacar algún objeto de valor que pueda comercializarlo por algunos centavos.
Para ella es una minita de oro encontrar cables eléctricos a los que les pueda extraer el cobre. Es lo que se vende a mejor precio en las chatarreras de la capital.
Antes la lata era el producto que mejor se cotizaba en esos lugares. Por una libra pagaban cincuenta y siete centavos de dólar. Ahora todo ha cambiado. Por cincuenta latas pagan cuarenta centavos. El negocio va en decadencia.
De momento, Sherry no sabe que somos periodistas. Pronto lo sabrá.
***
Cuando despertó estaba acostada en el asiento trasero de un automóvil gris, orinada, despeinada, con un vestidito rojo. Así viajaba. Tendría quizá unos cinco años de edad. Giovanni, su padre, manejaba con calma por las carreteras de Miami.
En esa ciudad estadounidense no cae nieve en invierno, pero cuando descienden los frentes fríos del norte, la temperatura llega hasta los cero grados. Eso habría ocurrido esa mañana que Sherry viajaba en el carro de su padre. Sentía frío, mucho frío.
En cierto lugar, que su prematura memoria no recuerda, el vehículo gris fue detenido. Momentos después, su padre la entregó a un hombre llamado Jorge, quien la trasladó en otro carro hacia unos apartamentos. Le dio de comer y le cambió los pampers orinados.
Al mediodía, Jorge le pidió que no se moviera del apartamento. Le dijo que iba a la tienda por unas compras y luego regresaba. No volvió jamás. Se hizo de noche y Sherry comenzó a sentir temor.
Abrió la puerta de la habitación y se dirigió hacia una señora, la dueña de los apartamentos. Ella no sabía quién era, solamente le pidió ayuda. Le dijo que su padre Jorge no había regresado de la tienda.
La mujer fue hasta la habitación de Jorge, buscó unos documentos y comenzó a realizar varias llamadas telefónicas. Sherry estaba frente a ella, inmóvil, preocupada, observando y esperando alguna respuesta.
La mujer colgó el teléfono. La miró, pensó por un momento, y luego le dijo: “Tu papá Jorge ha sido arrestado”. Fue todo lo que escuchó Sherry (o todo lo que recuerda haber escuchado) aquella tarde gélida, en la pequeña habitación de esos confortables apartamentos.
Estaba sola, abandonada y un tanto desamparada. Así se sentía. Al día siguiente llegaron dos mujeres, de no tan avanzada edad, que representaban una Casa Hogar de Miami.
Fue trasladada a un lugar tétrico, donde no existía algo que fuese sinónimo de diversión. No sabe si fueron horas, días o meses los que pasó ahí. Lo cierto es que el tiempo transcurría muy lento.
Las cosas cambiaron cuando fue adoptada por una bella mujer, soltera, de clase media que vivía en la ciudad de Florida. En su nueva casa no le faltó nada. Le dieron educación, vestimenta, alimentación y, sobre todo, mucho amor.
***
Sherry Ann ríe imparablemente. Hace varios minutos le hemos confesado que somos periodistas. También, en cuestión de minutos, ella nos ha desnudado su vida entera. Es tarde y ha comenzado a oscurecer. Los carros continúan circulando a toda prisa. El reloj marca un poco más de las seis.
– ¿Entonces no la castigaba? – le pregunto.
– No. Ella solo decía, Sherry Ann, ¿Por qué haces eso?
– ¿Nada más la reprendía?
– Sí. Solo una vez me pegó con el cincho en mis nalgas.
– En serio. ¿Y eso por qué sucedió?
– Un niño vecino quería besar y yo no dejarme, pero me besó y yo golpearlo. Y que llora y llora… su mamá fue a la casa y dijo todo. Yo me metí al baño a ponerme mucho papel higiénico en el pantalón. Ella gritó “Sherry Ann”, fui y me pegó con el cincho. No sentía nada. “Porque no llorando – decía ella – quítese los pantalones”. Yo quito mis pantalones y el papel higiénico se cayó. ¡Jajaja!
– ¡Jajaja! ¿Y cómo se llama su madre?
– (Sherry dice un nombre americano que no logro captar y mejor decido darle mi libreta para que lo escriba. Con excelente caligrafía apunta “Oris June Sarth”. Me devuelve la libreta y leo pausadamente. Luego cruzamos mirada).
– Murió un año después que vine a este país. Ella no fue mi propia madre, pero me daba abrazos y besitos. Me decía te quiero mucho – comenta luego de un corto silencio.
En 2006, cuando Sherry abordó un avión con destino a El Salvador jamás imaginó que sus planes se convertirían en una completa odisea. Pero estaba decidida y no hubo marcha atrás.
Existían al menos dos fuertes motivos para abandonar su país de origen. Uno eran sus dos últimos hijos y el otro, el más esencial, reencontrarse con su padre.
En Estados Unidos, su primer matrimonio había sido un fracaso. Lo único valioso que quedaba de esa relación eran sus primeros tres hijos: Cedric, Lamar y Emilio (todos hijos de un dominicano llamado Emilio Izquierdo). Todos han alcanzado la mayoría de edad.
A finales de los años noventa conoció a Rubén Rodríguez, un salvadoreño que había emigrado hacia el país americano buscando una vida alejada de las pandillas. Con él tuvo dos hijos más.
Pero, Rubén comenzó a tener problemas con las autoridades estadounidenses y en varias ocasiones fue detenido en estado de ebriedad. Por eso, decidió regresar a El Salvador y traerse a sus dos hijos. Sherry se vino con él, aunque sus motivos estaban definidos.
Todos se fueron a vivir a una casa ubicada en Usulután. Ahí salió embarazada nuevamente de Rubén. Un día decidieron mudarse a San Salvador. Todo parecía ir bien, pero su marido recayó en el vicio del alcohol y el hogar se convirtió en un infierno.
Sherry no aguantó más y una noche de marzo decidió largarse para siempre. Sin dinero, y sin tener un lugar a donde ir, no tuvo otra opción que dormir en la calles. Comenzó a buscar trabajo, pero no le resultó fácil encontrar algo decente. Siguió mendingando por toda la capital.
Un día llegó a una chatarrera a pedir comida. No solo le dieron comida, sino también trabajo y alojamiento. Pero las cosas cambiaron de repente. Recogía abundante cantidad de chatarra, pero su jefe le pagaba una miseria por todo el material.
Entonces decidió irse a otro lugar con unos pocos dólares en su bolsa, que luego invirtió en lámina y madera para construir una pequeña habitación en el boulevard Constitución.
Ahí, en ese reducido espacio, pasa las tardes y las noches trabajando. Durante la mañana recorre las calles hurgando la basura para extraer materiales reciclables que luego vende.
Parte del dinero que consigue lo invierte en herramientas y comida. Los ingresos no dan para más. Come cuando hay. Cuando no, respira, mira hacia adelante y sigue luchando por sobrevivir sola en esta tierra de nadie. A veces los vecinos le regalan un pedazo de pan y eso es ganancia.
– Sherry, ¿Y no has pedido ayuda a la embajada americana?
– Han venido aquí. Me han prometido de todo, pero son puras promesas.
– ¿Y qué es lo que más anhelas?
– No quiero morir sin antes encontrar a mi padre. Eso me mantiene con vida. También mis hijos, quiero recuperar. En este país no hay respeto, todo va mal, muy mal.
El cielo ha oscurecido por completo. En casa de Sherry no hay luz. El rostro de ella y el de mi compañero se han convertido en puras siluetas. Me pongo de pie y le extiendo la mano en señal de despedida. En el contacto, siento una carne áspera y frágil. Me sonríe.
Mi compañero guarda la cámara y hace el mismo rito. Subimos al automóvil y avanzamos. Instantes después vuelvo la mirada y veo que Sherry Ann está de pie, observando cómo nos alejamos poco a poco en medio de una colina de humo.