Vivo más o menos a un kilómetro del cantón El Zapote, en Mejicanos, donde surgieron los primeros casos del nuevo virus, que llegó desde República Dominicana. Pese a los esfuerzos de mi familia de mantener totalmente limpio nuestro hogar, uno nunca se imagina que una noche un aedes aegypti se colaría por la ventana y me contagiaría la nueva enfermedad.
Un par de noches después, los estragos comenzaron a llegar. El primer síntoma llegó en la noche mientras dormía cuando un dolor agudo en la espalda alta me despertó. Me levanté al baño y cuando volví, al apoyar mi rodilla en la cama sentí como mi rodilla se despedazaba, pero estaba en su lugar. Con dificultad dormí un par de horas, el dolor era indescriptible.
A la mañana siguiente, parecía que alguien me había dado una paliza. Me costó el trabajo de cien hombres cargando un camión de arena lograr incorporarme de la cama. No podía ser, era lunes, y amanecía enferma, qué fuerza poderosa me había hecho esto que cada poro del cuerpo destilara dolor.
Aquel sentido de responsabilidad me ayudó a llegar al baño, terminar de arreglarme y salir de mi casa. Casualmente, frente a mi casa un amigo me saludó, le conté que había amanecido un poco enferma. “Híjole, con que no sea chikungunya, mirá que a la Fulanita (que vive a unas cinco casas) ayer le dijeron que tenía eso. Cuidate”, me recomendó.
Las palabras resonaron en mi cabeza mientras manejaba hacia el trabajo. Cada vez que hacía los cambios de velocidades y mi tobillo se esforzaba por ejercer la presión, en medio de aquel dolor algo me decía que quizá tenía lo mismo.
En mi trabajo, suelen tener el aire acondicionado a punto de congelación y justamente fue esto lo que terminó de vencer la poca voluntad que me quedaba. A medio día cada uno de esos pequeños huesos que conforman la palma de la mano, cada articulación de las piernas y los pies comenzaban a crujirme, a desfigurar mi rostro cada vez que daba un paso. Algo no estaba bien. Debía ir al médico.
***
Esta vez manejar fue mucho más difícil. Camino a la unidad de salud de Zacamil la temperatura comenzaba a subirme. Sentía como mi sangre comenzaba a hervir. Pensaba en como mi aliento seguramente podría calentar un vaso de agua fría.
Al llegar, el panorama no fue nada alentador. Antes de entrar al recinto principal de la unidad de salud, el primer paso es que un médico preseleccione si uno llega tan mal como para pasar consulta o si puede esperar uno o dos días y dejarle una cita. Los que esperábamos preselección formamos una fila, nada despreciable, yo era la décima bajo el sol, tiritando y con la sangre hirviendo.
A un lado de la fila, unas 50 o 60 personas esperan sentadas. Me dicen que ellas vienen a lectura de exámenes, dependiendo de los resultados pasarán consulta ese mismo día o tendrán que esperar cita.
Parecía ser que la lotería no estaba a mi favor, ni de todas esas almas que, enfermas, esperábamos que nos atendieran. Quince minutos parada bajo el sol cuando uno tiene chikungunya es la peor combinación, pero no era la única.
Frente a mí en la fila, está una joven de unos 22 años, quien no se ve nada bien. Atrás de mí, un padre lleva a su hijo de unos cinco años en brazos. El niño se ve bastante mal.
Cuando pasa la joven, me doy cuenta que también está febril como yo, le dan dos pastillas y la harán pasar.
Cuando llega mi turno, doy pasos suaves y lentos, cojeo. El médico desde su escritorio me mira. Hace un par de preguntas de cómo me siento y me dice que muy probablemente tenga la nueva enfermedad, esa que ha estado volviendo locas a las autoridades de Salud, esa que tiene llena esta unidad de salud, la más importante de Mejicanos y la que seguramente atendió a la mayoría de enfermos del cantón El Zapote, esa enfermedad impronunciable para algunos; sí, la chikungunya.
Mientras le explico de pie frente a su escritorio, toma apuntes. Dice que me tomará la temperatura. Coloca el termómetro en mi axila y a esperar. Mientras el mercurio sube lentamente, entra el padre con su niño.
“Pasaron por mi casa a evaluar al niño para ver si no tenía chik, chikin, chikinguña y tiene todos los síntomas, viene con gran temperatura”, le dice el padre de unos 26 años. El niño, de pie frente al médico, titiritaba.
Los interrumpe para leer mi temperatura. El veredicto dice que pasaré consulta. Le agradezco, veo al niño por última vez y entiendo lo que siente: como si una almágana quebrara los huesos a cada paso.
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Este centro asistencial fue reconstruido en la época del presidente Elías Antonio Saca y es utilizada principalmente por pobladores de los municipios de Mejicanos y Ayutuxtepeque, atiende a un total de 96 colonias, 17 comunidades, 5 cantones, 12 caseríos y 6 lotificaciones.
Lo que siempre me ha llamado la atención de estructura de este centro asistencial. Es una rotonda y al centro están dispuestas unas 20 sillas de fibra de vidrio y al fondo está la isla de enfermeras. En el contorno de la gran sala circular, están los consultorios, pequeñas habitaciones con otras hileras de sillas para esperar.
Cuando entré, había una gran cantidad de gente, era difícil encontrar una silla vacía, algunos optaban por recostarse en el suelo. Esa no era una buena opción, con este dolor me hubiese sido imposible levantarme.
Eran las 3 de la tarde y aunque hacía calor yo tiritaba. Logré encontrar una silla en el contorno del salón central. Desde ahí oiría si me hablan y tenía visión periférica.
Al fin sentada, sentí alivio. Sin embargo, ya con 30 minutos de espera, y el virus de la chikungunya navegando por mi sangre, aquella silla parecía hecha de cemento puro. El dolor en las piernas y la cadera era tal que no me encontraba puesto. Comenzaron los espasmos. Nadie pronunciaba mi nombre.
Tampoco pronunciaban los de mis compañeros de enfermedad. Me atrevería a decir que el 70% de personas que estábamos en la unidad de salud íbamos por sospecha de chikungunya. ¿Cuál era el indicador? ¿En qué basaba mis números tan atrevidos? Sencillo: todos patojeábamos.
Ahí, en esas sillas de fibra de vidrio, las más incómodas de todo el mundo para este padecimiento, decenas de personas, de todas las edades, nos retorcíamos del dolor, de la fiebre y cada vez que decían un nombre, y la persona debía caminar hacia un consultorio, la cojera nos delataba.
En mi caso, el dolor que había comenzado en la espalda alta y una rodilla, ya me tenía comprometida la otra rodilla, los tobillos y ambos codos.
Para esperar nada mejor que sacar conversación con el vecino. Tres mujeres estaban a mi lado, todas parientes. Esperaban a una hermana. “A usted le empieza, ¿verdad?”, me dijo la mayor de ellas. Asentí y me dijo: “A nosotras ya nos dio. A toda mi familia ya le dio, ahora venimos por mi hermana porque ella era la única que faltaba”.
Con la experticia que da la propia experiencia y de haber visto a cinco miembros de su familia caer en cama me aconseja: “Mire, nosotros no venimos a pasar consulta, solo mi hermana y mi mamá. Es que ya sabíamos que era. Y aquí solo acetaminofén le dan. Eso ni ayuda. Nosotros Winasorb compramos, esa marca es buena”.
En su relato, me comenta que no a todos “les pegó” igual y que el más afectado fue su padre. “Él ni bañarse podía, ni manejar. Todavía está bien mal”, me confiesa.
En poco tiempo, me volví a quedar sola. Ellas llegaron a medio día, ya eran las 4 de la tarde; habían esperado lo suficiente. Su hermana iba a pasar.
A eso de las cinco de la tarde me llamaron para tomarme la temperatura. Esta vez la fiebre ya había subido. El termómetro marcó 38.5 grados. La situación había cambiado.
Me colocaron en un consultorio y otra vez a esperar.
La doctora que me atendió escuchaba música clásica mientras yo me desahogaba de mis dolamas. Ella con su voz suave me cuestionaba, yo contestaba. “Bien, tiene un proceso febril que va empezando. Ahora prepárese para lo peor. Van a haber más dolores y más fiebre. Tome muchos líquidos, no vaya a deshidratarse. Vamos a hacerle más exámenes para ver si además de la chikungunya tiene algo más”, me explicó.
“¿Me darán incapacidad?”, pregunté. “Por supuesto, por lo menos cinco días, si empeora vuelva a venir. Cuando tenga los resultados de los exámenes vuelve a pasar consulta”, contestó. “¿Le dará a toda mi familia?”, fue mi otra preocupación. Me aseguró que nos siempre les da a todos, que depende mucho de qué tan bajas tengan las defensas. Yo salí sorteada.
Tres horas después, sin contar el tiempo en la preselección, por fin tenía un diagnóstico: chikungunya. Y llevaba un blíster de acetaminofén. Eso es todo y a casa.
***
Eso sí, no salí como llegué. Para ese momento, ya me era imposible manejar y caminar. Llegué a casa con ayuda y solo atravesar mi casa hasta mi cuarto fue toda una odisea. En verdad la inmovilización que genera esta enfermedad es sorprendente. A uno nunca le explican que el dolor es paralizante.
Ya esa noche, en cama, empezó mi verdadera penuria. Por algo llaman a esta enfermedad “rompe huesos”. Ciertamente cada articulación del cuerpo comenzó a dolerme, de tal suerte que ninguna posición en cama me aliviaba.
“Ya va a pasar”, me decía a mí misma mientras titiritaba con fiebre de 39 grados y mis huesos se retorcían por dentro. Los espasmos del dolor hacían un vaivén de mis piernas. “Ya va a pasar”, me repetía.
Ir al baño era todo un suplicio y levantar un vaso con agua era una tarea imposible. No hay fuerza en las manos, no hay suficiente agarre en los dedos, no se pueden flexionar las piernas. Uno es solo una piltrafa, esperando que esto pase pronto y no deje secuelas.
Yo conocía esta enfermedad. En más de alguna ocasión oí a las autoridades de Salud hablar de ella, explicarla, decir que no es nada grave, que pasa sola; sin embargo, el suplicio que pasa el que la padece no lo dicen las autoridades, ni los médicos.
La madrugada de ese primer día con la fiebre chik conocí el infierno. Los espasmos en el cuerpo, el dolor en las articulaciones, el frío, la fiebre, los movimientos involuntarios con el dolor agudo es la mezcla perfecta de un cuento de terror y las mejores torturas medievales. Con dificultad dormía un par de horas cuando el dolor me lo permitía, pero al menor movimiento despertaba y volvía el padecimiento.
Al amanecer, el crujir de huesos y la fiebre me doblarán la moral. Entonces, conocí lugares de mi cuerpo que nunca antes me habían dolido como los huesos de las palmas de las manos y los pequeños huesos de los pies. Toda, absolutamente toda, articulación del cuerpo dolía a un solo compás.
Increíblemente ese segundo día fue peor que el primero. Me sentía a penas en el segundo círculo del infierno, me faltaban cinco.
Un fuerte dolor me recordó que también la mandíbula es una articulación. Ya no podía abrir la boca y comer ahora era otra tarea imposible. A ese malestar se le sumaron las llagas en la boca y el paladar inflamado.
Las dos Winasorb cada 4 horas ya no daban abasto. Las compresas se volvieron mis mejores aliadas para combatir la fiebre.
Por la tarde, la temperatura de 40 grados me duró varias horas, pero esta vez ni las compresas de agua fría en la frente, ni las toallas cargadas de hielo en el cuerpo ayudaron a bajar ese mercurio del termómetro. Mientras me quemaba por dentro, y mi cuerpo sufría un shock por el hielo, solo pensaba “esto ya va a pasar” y respiraba profundo.
Recordaba a todas esas personas que conocí en la unidad de salud que estaban o que habían padecido lo mismo. Pensaba en aquel niño de cinco años que estaría igual o peor que yo. “Esta enfermedad es despiadada”, me decía.
***
El tercer día comenzaba a ver la luz. Sin embargo, debía regresar a la unidad de salud para que me leyeran los exámenes. Odio la burocracia, sobre todo cuando uno siente que sus huesos se quiebran y se quema por dentro.
Decidí sacarlos en un laboratorio privado y por el módico precio de $6.50 tenía un hemograma y un general de orina. Si hubiese corrido la misma suerte de los demás pacientes que al igual que yo debían esperar la lectura de los estudios, hubiera tenido que haber esperado más de cuatro horas para la toma y la lectura. Mi cuerpo no daba para tanto.
Cuando llegué a la zona de la preselección, el salón estaba abarrotado. No había ni donde sentarse y la gente parada ya sumaban más de 20. En cuestión de cinco minutos, mis piernas comenzaron a fallar. El dolor era tal que parecía que un ser despiadado introducía tornillos en mi piel, agujereando hasta el tuétano.
Caminé con dificultad hasta el cafetín y esperé. Eran las 2:30 de la tarde y a las 3 es la última hora para tomar citas. Habían pasado ya 10 minutos y los consultorios de los médicos, tanto del que lee los exámenes, como el que selecciona, se mantenían cerrados. De pronto apareció una enfermera. “Adentro vamos a hacer la preselección y la lectura de exámenes”, gritó.
Aquella masa de gente, unos con fiebre, otros cojeando como yo, unos más con algún otro padecimiento. Dentro de nuestras dificultades para movilizarnos, caminamos hacia el salón circular. Ya adentro, a las personas que venían por lectura de examen nos sentaron en las nada cómodas sillas de fibra de vidrio.
Según el orden, pasaba uno, dejaba la silla vacía y comenzaban a correrse hacia la izquierda. Cada vez que quedaba una silla vacía, avanzábamos de puesto en puesto.
Pienso que a quien se le ocurrió esa brillante idea, de seguro nunca ha tenido fiebre, ni chikungunya, ni dengue. El dolor para levantarse cada cinco minutos de la silla, volverse a sentar y cinco minutos después volverse a parar es insoportable. “Hubieran dado números mejor, en vez de hacer este gran desorden”, dice la señora que está a mi lado.
Ella también tiene chikungunya, compartimos experiencias. “A mí me comenzó el lunes (el mismo día que a mí). Vine a consulta y me dijeron que creían que era eso, pero que no me iban a dar incapacidad hasta que no me hiciera los exámenes. Y cómo voy a hacer con estos días que perdí, le pregunté al doctor. Ni modo, me dijo”, me contó la señora incrédula de lo que había escuchado.
Llevaba ella dos días de haber faltado a su trabajo y su médico, el mismo que ha visto seguramente a 40 personas en el día con un cuadro similar, no consideró su malestar, la mandó a casa y hasta que los exámenes corroboraran el diagnóstico de ahí en adelante sí era merecedora de una incapacidad. Antes, no.
Las rodillas crujen, las pantorrillas tiemblan cada vez que nos levantamos para adelantar un puesto. Esto no es humano, pensamos.
Frente a nosotros, los que venían a preselección, hacen fila de pie. La enfermera interrumpe aquel jolgorio: “El médico que les lea los exámenes les va a decir si van a pasar ahora o si pueden esperar”. Casi no hay médicos, así que ni modo, habrá que cruzar los dedos para no tener que llegar de nuevo.
Faltaban solo dos personas para entrar a que me leyeran los exámenes, cuando el médico sorprendido salió a hacer un conteo. “Miren voy a tener que dejarlos esperando, porque tengo que ir a suturar una herida. No hay nadie que lo pueda hacer. Bueno sí hay, pero no quieren. Así que tengo que ir yo. Me van a tener que esperar”, nos sentenció mientras cerraba la puerta del consultorio.
Unos veinte minutos más tarde, por suerte, mi vecina y yo logramos pasar y nuestros exámenes dieron positivos. Aunque el médico me explicó que los exámenes miden los niveles de plaquetas, pero no es una prueba que descarte específicamente la enfermedad de la chikungunya. Para ello tendrían que enviar mis muestras fuera del país y que un laboratorio estadounidense diga que sí es chikungunya. Sin embargo, gracias al sacrificio de mis rodillas me dejaron pasar con el médico general.
Noto que solo hay tres médicos y habemos más de cien personas en el lugar. Esta emergencia por la chikungunya ha sobrepasado la capacidad de la unidad de salud. No dan abasto.
A mucha gente que iba por otras causas, las mandaron a su casa con citas de 24 o incluso 48 horas después. Algo debe andar mal en un sistema de salud cuando uno va a de emergencia a un centro asistencial por una enfermedad y como hay una epidemia que absorbe los recursos, los demás padecimientos tienen que esperar. Como si hubiera tiempo en este país para esperar.
Ese día, como el anterior, ya llevaba más de dos horas y media esperando, cuando por fin me colocaron en un consultorio. Esta vez me atendió un hombre mayor. Extrañé la música clásica de la primera doctora que me evaluó.
Luego de una corta valoración me dice que además de la fiebre chik tengo una infección en la garganta, que eso suele suceder. Váyase a casa con 10 días de tratamiento con antibiótico, sin tener infección, fueron sus últimas palabras.
***
Los días que le siguieron a ese pésimo diagnóstico, fueron menos sufridos, pero igual de difíciles. Una vez que pasaron las primeras 72 horas, ya el infierno de la enfermedad había pasado, quedaban las secuelas, recuperarse y volver a la vida.
Pero cada vez que la fiebre y el dolor me doblaba, pensaba en todas aquellas mujeres, niños, ancianos, jóvenes que vi en la unidad de salud de Zacamil patojeando. Pensaba que todos estábamos pasando por lo mismo. Pensaba en lo injusto, pensaba en las cifras del Ministerio de Salud y la última frase que me dijo una señora antes de salir de la unidad.
“En mi familia nos enfermamos todos, somos seis, pero solo trajimos a mi hija porque es la más pequeña, por eso hemos venido”, fueron sus palabras. Me dijo que sus razones tenían: ir a la unidad de salud, con dolor desde la punta del cuerpo hasta la médula y para que solo le den acetaminofén, lo hagan esperar por horas en esas sillas incómodas, lo hagan pararse, sentarse, caminar, esperar bajo el sol, el calor, para volverse una estadística o para que el médico equivoque su diagnóstico. “No vale la pena”, lamentó.
Desgraciadamente este no es el único caso. Conocí al menos dos personas más en ese mi vaivén padeciendo esta enfermedad y me dijeron lo mismo, que habían decidido no pasar consulta. Si las contamos a esas tres familias, al menos 14 personas no fueron diagnosticadas, ni elevadas a las estadísticas del Gobierno.
La ministra de Salud, Violeta Menjívar, informó esta semana que hasta el 23 de agosto se reportan 8,032 casos sospechosos de chikungunya en el país. La enfermedad se ha esparcido tanto, que ya son 115 municipios en los que hay presencia de casos, en la última semana se habrían incorporado 30 municipios más.
Mejicanos, el municipio donde vivo, fue el primero en presentar casos. Ahora, según los datos, todo el departamento de San Salvador tiene la mayoría de casos, ya que se presentan 6,566 enfermos; es decir, más del 80 por ciento del total.
Eso explica, en parte, lo abarrotado de la unidad de salud, y que mis vecinos comenzaron a los días de haber caído en cama.
Al quinto día de que me fue diagnosticada la enfermedad comenzó a aparecer el rash, la comezón, la piel rojiza, pero la fiebre ya había disminuido. Mi incapacidad se terminó a los cinco días, pero el dolor continúo por al menos 10 más. De a poco comencé a caminar, a manejar, a valerme por mí misma y mis manos pudieron volver a escribir.
Nadie le dice a uno que la enfermedad es tan fuerte, ni que lo incapacita totalmente. No explican que el dolor es tal que por días uno no puede valerse por sí mismo. Así como doña Juana, a quien conocí en la unidad de salud, quien tenía una niña recién nacida de dos meses y que pese a los terribles dolores aún así debía darle de mamar. Nadie le dijo que por días no podría cargar a su hija, ni podría arrullarla.
Nadie le dice a uno que la alergia es desesperante y que costará al menos unos cuatro días en que se le quite. Nadie le dice a uno que una semana después habrá articulaciones que aún duelan o incluso como don Juan, quien llevaba 22 días con dolor en una pierna como secuela de la fiebre chik cuando lo conocí.
Nadie le dice a uno que esta enfermedad golpea profundo y que padecerá uno un infierno y, por suerte, aún no he notado ninguna deformidad en mis articulaciones, ni conocí a nadie que las tuviera. Habrá que ver cuántos más caerán con la enfermedad y habrá que ver hasta cuando alguien explicará, paso a paso, qué implica tener esta enfermedad y qué hacer después de padecerla.
Mientras la enfermedad deja de ser una novedad, cada uno que la padeció descubrirá qué hacer con las secuelas de la fiebre chik.