Ese hombre de 1.68 de estatura que no terminó la escuela primaria era más parrandero, mujeriego y tomador de licor de la cuenta.
Tal vez por eso no siguió los consejos de sus amigos: le dijeron que no saliera a parrandear por las calles de San Salvador y fue lo primero que hizo.
Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, «El Chapo» Guzmán, el narcotraficante mexicano más temido y poderoso del planeta, es un hombre impetuoso, rebelde, impulsivo y violento. Nadie puede frenarlo. Eso lo saben sus amigos.
Por eso ninguno de quienes lo protegían en El Salvador pudo impedir que saliera acompañado de unas chicas y de sus amigos mexicanos que trajo a El Salvador, y se fueran a escuchar mariachis en la plaza El Trovador, en San Jacinto.
Era mayo de 1993. Gobierna Alfredo Cristiani. Guzmán sabe, en ese momento, que hay gente que lo quiere matar. Está en El Salvador escondiéndose de sus inescrupulosos enemigos. Si lo encuentran, no le darán tiempo ni de rezar un Padrenuestro.
Estaba en El Salvador porque, pocos días antes de lo que pasaba en la plaza El Trovador se produjo una estruendosa balacera en el aeropuerto de Guadalajara en la que murieron cuatro personas.
Esa balacera que le quitó el aliento al mundo entero le probó que sus enemigos estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para meterlo en una fosa a dos metros bajo tierra.
Pero el día en que se expuso en la plaza El Trovador, lo que quería era divertirse. Sabía que el dinero le sobraba. A El Salvador trajo poco menos de dos millones de dólares en efectivo para divertirse y pagar su “gastos”.
Sus amigos tenían escondido el dinero en maletas. Pero también mantenían algo más: dos mil kilos de cocaína colombiana en una bodega de la capital.
A «El Chapo» nada le preocupaba en El Salvador. Su esposa de ese entonces, Alejandrina, y sus hijos Óscar, Liset, Archivaldo y Jesús Alfredo, estaban bien cuidados y protegidos en una hacienda de su propiedad en México. Eso lo tranquilizaba.
Como ese día nada lo detenía, ni sabía que policías salvadoreños lo vigilaban desde lejos, llamó a una mesera y pidió una seguidilla de baldes de cerveza y mucho tequila y varias canciones interpretadas por mariachis. Entre ellas, El Rey. Le encantaban los corridos norteños y todas las canciones que heredó al mundo José Alfredo Jiménez.
Precisamente por estar ebrio en la plaza El Trovador de San Jacinto, no se percató que, desde lejos, algunos le tomaban fotografías, con un sombrero de charro en su cabeza, mientras gozaba de su parranda, las mujeres, el licor y la música de mariachis.
A su lado estaban sentados en su mesa los miembros más importantes de su banda: Martín Moreno Valdés, Manuel Castro Meza, Baldemar Escobar Barraza, Antonio Mendoza Cruz y María del Rocío del Villar Becerra.
Varios de estos son hoy quienes se encargan de lavar su fortuna, que la revista Forbes calcula en más de mil millones de dólares. Eso sí: muchos creen que esa cifra se queda corta.
Ese día bebían como si el licor se fuese a acabar. Guzmán sacaba billetes de cien dólares y pedía su música preferida. “Canten como me gusta, con fuego en el pecho”, decía a los músicos salvadoreños que no sabían que era uno de los narcotraficantes más importantes del Cártel de Guadalajara y, más tarde, de la organización de Sinaloa.
Ese día estaba tan encendido de pasiones que ni siquiera impidió que alguien se acercara con una cámara discreta y lo fotografiara con un sombrero sobre su cabeza. Se divertía en las calles de San Salvador bajo su entero antojo. Y a nadie debía importarle si mandaba a los prostíbulos para que le transportaran vendedoras de amor, o si pedía botellas y botellas del tequila más caro del mercado; dinero le sobraba, tiempo también. Quería celebrar que sus amigos le habían salvado el pellejo en Guadalajara.
A balazo limpio en Guadalajara
Muy pocos días antes de que llegara a festejar a lo grande en un bar al aire libre, repleto de mariachis en San Salvador, la casualidad le jugó a él y a otro poderoso narcotraficante mexicano una mala pasada.
El 24 de mayo de 1993, Guzmán llegaba al aeropuerto de Guadalajara con absoluta discreción. Varios guardaespaldas armados garantizaban su seguridad personal. Quería tomar un avión para viajar a divertirse a Puerto Vallarta con sus amigos.
El problema -y la casualidad está reconocida- es que ese mismo día llegaba al aeropuerto de Arellano Félix, otro reconocido narcotraficante y su enemigo a muerte.
Arellano regresaba ese día de Tijuana donde permaneció 12 días escondiéndose y alejándose de la sentencia de muerte de Guzmán. Esta vez, sin embargo, se topaban cara a cara.
El problema de «El Chapo» con los Arellano Félix es que, un año antes de que intentara esconderse en El Salvador, estos últimos intentaron matarlo cuando le pusieron una bomba en una de sus casas en Culiacán, Sinaloa. Los Arellano Félix son los líderes del cártel de Tijuana.
El problema para Guzmán- detenido el sábado 22 de febrero en México- es que, sin darse cuenta, detrás del auto que lo llevó al aeropuerto, viajaba el cardenal mexicano Juan Jesús Posadas Ocampo, a bordo de un Grand Marquis.
Lo que ocurre después se vuelve un escándalo mundial: cuatro sujetos disparan contra el carro blanco del cardenal que iba a la retaguardia de un Buick verde en que viajaba «El Chapo».
El cardenal muere acribillado a balazos. Poco después detienen a cuatro pistoleros de Arellano Félix. «El Chapo» se escabulle con la ayuda de sus protectores, toma un taxi y se refugia en el centro de la ciudad tapatía.
Dos o tres días después, se levantan cargos penales contra Guzmán. Las dudas estallan de nuevo porque algunos disparos contra el cardenal fueron hechos a corta distancia. Todo es confuso pero gana la tesis de la coincidencia mientras los mexicanos seguían aterrados.
Hay una guerra de cárteles de la droga. «El Chapo» Guzmán sabe que, si quiere reinar, debe estar ahí. Por eso ya desde esa época fue él quien decretó el fin de los cárteles rivales: el de Juárez, los Carrillo, los Arellano Félix y los Zetas como una derivación del cártel de El Golfo.
En El Salvador
Poco después de la balacera del aeropuerto de Guadalajara, el Centro de Planeamiento para el Control de Drogas de México (CENDRO), creado en 1992, detecta movimientos extraños de Guzmán en su país.
Toma un vehículo y decide viajar de Guadalajara, donde todos hablaban del asesinato del cardenal, hasta Guatemala.