Cuando había tiempo, la tía Mabel nos llevaba a Atecozol. En ese año que vivimos en Sonsonate con abuela Elena. Subíamos en el bus a Izalco. La abuela Elena se quedaba en la casa de la cuesta, tenia que ir a vender en su canasto las especias, era piel blanca que el sol había bronceado. Al entrar a Atecozol, el bosque es otra dimensión, árboles de bálsamo, amates, nísperos, mangos, sunzas, zapotes, muchos mas. Aves de extraños cantos, algunos animales caminan libres entre los senderos. Es un lugar popular.
Nos la pasábamos todo el día dentro de las inmensas piscinas de agua limpia, con vista al volcán gris azulado asomándose, el volcán de Izalco, también juntos están con el Cerro Verde y el volcán de Santa Ana. Mientras la tía nos esperaba sentada, a veces se bañaba, otras no, era joven y solitaria. Me enseñó a trapear bien, y que el piso estuviera siempre limpio, que no quedara rayado. A veces nos llevaba a pasear a las ruedas, cuando habían. No recuerdo haber ido al mar en ese tiempo. No recuerdo que llevamos a Capullito, el perro. Hay detalles que se escapan. En plena guerra, no pudimos vivir ya en Santa Ana y Alice nos tuvo que llevar un año a Sonsonate. Mi padre no estaba, por sus ideales revolucionarios, estaba ausente. Así que estábamos solos. Alice y los cuatro hermanos.
Fuimos muchas veces a Atecozol, yo nunca escuché de niña en ese entonces sobre la matanza de 1932. Tampoco mi abuela lo mencionó. Ni don Víctor, su esposo. Un señor silencioso, portando siempre el corvo colgando en su pantalón, sombrero de ala ancha de palma, era respetuoso, pero decían que había sido “oreja”. Mi abuela murió en 1990, el 31 de octubre.
Yo sabia que estábamos en guerra. El truco para poder ir a Atecozol de paseo, y tener nuestros pancitos con queso o margarina que era el refrigerio, era que teníamos que portarnos bien, tener los galones llenos de agua. Para eso, íbamos con mi hermana al ojo de agua y la acarreábamos, era algo lejos, entre veredas y el monte. Veíamos a los bueyes que jalaban la carreta del vecino llena de arena del río Jicalapita. Pasábamos por donde vendían el atol de elote, las lavanderas, hasta ir dejando atrás las casitas, las champitas… Llegábamos al ojo de agua y habían miles de flores margaritas en esos cerros. Teníamos ganado el paseo. ¡Llenas las pichingas de agua! Trabajo hecho. Regresar con dos galones en cada mano, una y otra vez, y al entrar a la casa nos recibían las flores mulatas multicolores, a la casa sin muros. Después de la gran bañada, salir a comernos con gran hambre lo que podíamos tener. Bien chapudas quedábamos del agua y el sol. Cuando ya nos aburríamos, nos íbamos a caminar por todo el parque. A ver a La Cuyancúa.
Después de ocurrida La Matanza de 1932, donde miles de campesinos se insurreccionaron ante las nulas oportunidades de una mejor condición de vida y trabajo, en esos mismos suelos ancestrales de Izalco y alrededores, también corre la sabia de la sangre indígena. El volcán testigo. El silencio quedó. El llanito y los muertos silenciados como Feliciano Ama.
El balneario fue construido como Baño Público Atecozol inaugurado el 30 de marzo de 1941, durante la administración del Presidente General Maximiliano Hernández Martínez, quien gobernaba casi de facto consecutivamente desde 1931. En 1956 durante la administración del Presidente Coronel Oscar Osorio, con el impulso cultural del escritor Raúl Contreras bajo la llamada Junta Nacional de Turismo, (JNT), actualmente Instituto Salvadoreño de Turismo (ISTU), este precioso lugar fue remodelado tal y como se encuentra actualmente, con las “ordenes” de que fuera moderno, que no compitiera ni estropeara a la naturaleza, que se construyera con materiales orgánicos como la lava del volcán. El trabajo se le asignó al arquitecto René Suárez y el ingeniero Federico Morales, y el escultor Valentín Estrada, convirtiéndose así en Turicentro Atecozol, en Náhuat significa Cuna del Señor de las Aguas, esas aguas tienen origen en la base del volcán de Izalco. El sitio cubre una extensión de 24 manzanas. Un oasis. Hoy en día los cañaverales son una amenaza en sus alrededores, van comiendo tierra. Ojala nunca toquen este espacio del pueblo. Cientos de árboles de bálsamo y amates, los vertientes de sus ricas aguas naturales se encuentran dentro de la piscina mayor, conocida como Piscina Popular, frente a los famosos Sapos.
Volví a Atecozol en enero 2020. Sin saber que volvería. Entrar me dio felicidad. El bosque, los recuerdos, ver la piscina natural con la figura La Cuyancúa, la serpiente con rostro de cerdo, basada en una leyenda, en las aguas claras niños y niñas felices con su madre, mas allá otros visitantes comparten un almuerzo, los perros aguacateros viven entre esos espacios, bellas alfombras de los pétalos de las flores del árbol de marañón japonés, vi los detalles de las esculturas de Valentín Estrada como Atonal, Tlaloc, el Sapo, la misma Cuyancúa, abracé los árboles, vimos en el suelo sunzas y zapotes. Ada y Grecia me llevaron sin saber que volvería, ahora con Alice. Volveremos dijimos, y nos bañaremos en una mañana. Al salir esa tarde de enero, noté una placa a la salida, era antigua y decía “JNT Administración Osorio. Año V de la Revolución”.
En aquel tiempo de niña, nunca nos tomamos fotos, no teníamos cámara. Apenas pies y energías para alegrarnos por esa salida con la tía Mabel. Para luego regresar en el bus, despidiéndonos del pueblo de Izalco, hacia la casita blanca de adobe en la cuesta del barrio donde vivíamos.