IV. Andante
Como antecedente de la actualidad se reproduce una ilustración de “La Pájara Pinta” que celebra el encuentro Darío-Gavidia, pero acalla el decomiso de los ejidos (1882). Así se corona el círculo cuyo dictamen invierte la historia sin poética (tesis) en poética sin historia (antítesis). La misma ausencia de enlace entre el estado y la nación la reitera Camilo Minero en su breve reseña pictórica del país (“Desarrollo del arte pictórico en El Salvador”, 1963). Si acertadamente anota que “en la época de la Colonia…el arte lo supeditaban a lo religioso para cristianizar a los pueblos” (117), al referir que “en 1937, don Valerio Lecha fundó la academia de pintura y dibujo”, el formalismo técnico reemplaza toda idea social (120). Junto al Estado, la plástica ya no cimenta una nacionalidad sino el arte pervive aislado.
De esa generación, sólo tímidamente, la crítica de Jorge A. Cornejo reconoce que “el establecimiento de estas escuelas parece que tenía más propósitos políticos que culturales” (“Primera Escuela Nacional de Bellas Artes”, cortesía del autor, s/f), acaso “la Escuela Nacional de Artes Gráficas” (1910) y la “Academia” Valero Lecha (1936) (“Camilo Minero Pintor de un pueblo, su vida”, 1992: 92). Pero, luego en el mismo ensayo crítico sobre Minero (1992) esquiva toda referencia al compromiso con la Revolución del 48 y la presidencia de José María Lemus (1956-1960) (véase: “Esfera pública militar. ¿Legado de izquierda?”), aun si reconoce las becas a pintores comprometidos como “Carlos Cañas” (1951), “Camilo y Salinas” (1956), al igual que exposiciones organizadas por “la Dirección General de Bellas Artes” (98). Un giro formalista —la plástica fuera de la polis— concluyen sus escritos en “La pintura en El Salvador” (1999), por esa exigencia analítica que imagina un ser sin estar (Dasein) en el Reino Político de este Mundo. Esto es, una poética sin historia.
Por lo general, el asombro ante el auge de una literatura nacional y la apertura editorial —“la libertad de prensa restablecida por el Gral. Francisco Menéndez” (1885-1887; 1887-1890)— omiten todo comentario sobre la “Ley de Extinción de Ejidos” (1882) (Ítalo López Vallecillos, “El periodismo en El Salvador”, 1964: 113). De nuevo, paralelamente transcurren “el origen, la formación de la oligarquía cafetalera…explotando a la población indígena” (116), “la lucha contra Zaldívar” (118), y el “periodismo de noticias” e “ideas” de Gavidia (202). Sin embargo, persiste “el lazo de unión entre el medio ambiente social y los intelectuales salvadoreños” (ídem, 220). Para épocas más recientes —tal cual el legado pictórico del martinato— la idea de re-volución recobra su sentido original de vuelta cíclica. Hay que recobrar el legado cultural pese a la crítica socio-política.
Por una continuidad sin neta ruptura, las imágenes del indigenismo plástico pueden reciclarse para fines del compromiso de izquierda. El análisis formal suplanta la síntesis del enlace entre el estado y el arte que se desarrolla, en presunta apertura, bajo la potestad dictatorial (José Roberto Cea, “De la pintura en El Salvador”, 1984/1986). Por ello, el triunfo oficial —antes mencionado— del arte salvadoreño en Costa Rica (1935) debe tacharse de la historiografía que lo separa de la promoción estatal, en reincidencia con la exaltación de Darío.
Asimismo, durante la guerra, el elogio del “arte social” (13-28) no sólo se redefine como «”Cultura de Mestizaje”» (Armando Solís, “Tres conferencias”, 1987: 7; “presentación” de Luis Galindo, 5-11). Además, la trayectoria histórica de Armando Solís salta del “período formativo maya”, “a la región pipil”, “época colonial” y “postcolonial”, esquivando toda referencia al enlace entre el arte pictórico y la formación estatal en la primera mitad del siglo XX. Toda correlación contemporánea entre el arte y “la conciencia social” (19), Solís la proyecta a “la noble causa de la construcción del Socialismo” (19), al “realismo social soviético” (20) y, a lo sumo, a la revolución mexicana (1920 en adelante), así como al programa de “Ayuda Social en EEUU (22). El enlace entre el regionalismo e indigenismo salvadoreños y el Estado no se consideran “formas de la conciencia social” (ídem, 19), pese a su neta influencia en “este suelo” (11).
Por axioma analítico no existe un diálogo de síntesis entre disciplinas, ni quizás entre partidismos políticos. Sólo se permiten las posiciones extremas —zenit y nadir— sin amanecer ni atardecer que transforme y vincule los opuestos. Pero no hay diálogo sin dos perspectivas distintas de lo Mismo. No se hablaría de Historia vs. Poética, sino de Historia y Poética. Historia con Poética, sin jerarquías: Darío-Gavidia y Expropiación de Ejidos (1882), esto es, Espinoza/plástica indigenista y Martínez (1935), pasando por el Renacimiento intelectual y la Propiedad privada (1910).
No habría una sola —la nueva Ciudad Letrada en Bodas de Diamante con el Estado reciente— sino mínimo perduran dos perspectivas de lo Mismo: lo oficial y lo tachado; el análisis y la síntesis denegada. Los hechos de la nueva historia oficial no conversan con lo Otro sino al incluir los co-hechos denegados de la poética. Como en la portada de Bonilla Bonilla, las imágenes de la Ciudad Letrada liberal y militar permanecen vigentes. Su vigencia poética la recicla una nueva paradoja que reafirma la conjunción de los contrarios. El mejor imaginario visual del hecho “reforma agraria” proviene de 1935, en una doble sobrevivencia: poética inscrita (1935) e historia efectiva escrita (1979).
“El arte” siempre “deja una cicatriz en la historia” (L. Cardoza y Aragón). Su herida abierta supura conflictos políticos lacerantes al actualizar un antiguo postulado platónico. “El poeta…debe tratar en sus poemas mitos y no razonamientos” (Platón, “Fedón o Del alma”). La poesía obedece “al ensueño”. Si la historia refiere la razón, en el sentido goyesco, la poética rescata “los sueños” que “producen monstruos”: sentimientos, visiones, proyectos, etc.
Al afirmar “la estancia del alma en los infiernos” —el cuadro de Espinoza; su suicidio— “y su vuelta a la vida” —portada de Bonilla Bonilla— la poética restaura un “saber” que “sólo es posible cuando hayamos muerto” (ídem, Platón). Como Espinoza, el saber platónico implica “ejercitarse en morir”. Sin “temor” de “estar muerto”, el “aprender” poético es un “recordar” que acumula documentación de ”nuestra alma” nacional, “antes de llegar a estar en esta figura humana”, tan nuestra.
El suicidio —opción personal por la Muerte— manifiesta un tabú obligatorio de la historia—como lo aclara A. Masferrer en “Un libro de Alfredo Espino. Carta-Prólogo” (en A. Espino, “Jícaras tristes”, 1936: 5-8, edición príncipe distinta de la actual). En contrapunto, la Muerte trágica entona el réquiem poético del artista. Su silencio induce “la gestación y la floración de los versos” (6). El estampado del óleo. “El poeta…inerte y mudo en la prisión de la casa” se contrapone al “obrero”, quien “se va a la calle, a conquistar el sustento” (6). De nuevo, en su “jaula”, la “agitación, inquietud y zozobra” (7) de la poética contrasta con la agilidad transformadora del asalariado, la historia. A cada rama su cariz selectivo. Mientras la historia restituye imágenes mudas; la poética reclama la Muerte trágica del suicidio. Su premisa proyecta al autor hacia el infinito del canon. El deceso artístico preludia el adverso complementario del combate guerrillero. Según lo describió la sección anterior —“III. Interludio”— La Muerte sacrificial consagra a las víctimas en símbolos eternos. “Pro patria mori”.
La objetividad de la historia la oscurece la subjetividad de una “teoría de la reminiscencia”: la pesquisa selectiva del recuerdo. Basta invocar la figura cumbre —Prudencia Ayala (1885-1936)— que el siglo XXI percibe en antecesora de su ideal democrático y feminista. Ella verifica netas ausencias en la historiografía del siglo pasado, sin cuya crítica no habría renovación posible (véase: Gallegos Valdés, López Vallecillos, Toruño, generación comprometida, estudios centroamericanos durante la guerra civil (1980-1992), etc.). En verdad, el silencio historiográfico del siglo XX le ofrece la mejor documentación consagrada a la actualidad crítica. Por axioma poético —travesía del presente a lo extinto— lo ignorado por sus contemporáneos regula el futuro, en un rescate retrospectivo del pasado. Lo testifica el “Capítulo final. La Convención de Candidatos, 22 de septiembre de 1930” que omite su nombre, pese a reconocer “la vida libre de la nación salvadoreña” en “elecciones comunales libres” (Jacinto Paredes, “Vida y obras del doctor Pío Romero Bosque”, 1930: 426; los “proyectos de los candidatos” aparecen en 440-448). En honor a su nombre, la prudencia acallada de una época documenta la historiografía del futuro.