II…Al archivo suprimido
Para el cometido de una crítica historiográfica, convendría referir tres momentos claves en la vida de Miguel Ángel Espino: indigenismo artístico (1880-1931), 1932 (Cuadro I y III) y el martinato (1931-1934; 1935-1939; 1939-1944), ante todo en su término. El primer evento recortó la publicación de su libro inaugural —“Mitología de Cuzcatlán” (1919)— durante la segunda década del siglo XX, cuando se forma un canon literario castellano-céntrico. El segundo demostró la alianza anti-comunista del indigenismo y el martinato; el tercero, su idea pacifista para el cambio de régimen luego de su colaboración.
Mientras aún ahora se celebra el auge de una literatura monolingüe y su exaltación nacionalista del indígena, siempre se acalla la falta de denuncia ante la expropiación de las tierras comunales. De la “Revista del Ateneo” (1912) a Alberto Masferrer, “En Costa Rica” (1913), se conjeturó el obstáculo a “la ruta indefinida del progreso” (Ateneo, véase recuadro más abajo). Sin olvidar la cuestión jerárquica “de raza”, juzgada vital al desarrollo: “entre ellos (costarricenses) y nosotros (salvadoreños) hay la diferencia sustancial de raza” (Masferrer). De “la sangre” misma —Espino presuponía en “Mitología de Cuzcatlán” (1919)— emanaba una “psicología propia” y la “historia de la nación” en un determinismo biológico severo. Su causa rígida eludió mencionar la ley de extinción de ejidos —el colonialismo interno— para culpar a España del descalabro varonil de lo indígena: la extinción de “los elementos viriles”. R. Mayorga Rivas insistió en el mismo juicio al asentar que “llegaron los conquistadores españoles a quitar a los naturales…la posesión de la tierra, el imperio de la lengua”, sin mención de los ejidos ni del canon literario monolingüe (“Los indios de Izalco”, “Revista del Ateneo”, septiembre de 1913, para la Colonia monolingüe, véase: Francisco Gavidia, “El lenguaje poético en el período de la Colonia”, septiembre de 1915).
En Espino, el patrimonio étnico cobró su sentido etimológico al proclamar que “por las mujeres no se pudo transmitir la herencia”. Desde la Colonia, la raza y el género se anudaron para degradar lo indígena que Espino anhelaba vindicar, acallando la falta de lengua y de las tierras recién confiscadas. Este silencio lo prolongó la segunda edición de “Hombres contra la muerte” (1947), como si la reforma liberal de los países independientes la dictara la misma sumisión colonial, jamás interrumpida.
En episteme generalizada de la época, la “Revista del Ateneo” publicó varios artículos que redujeron lo económico y cultural a la cuestión racial. De la función esencial de la raza derivaron la cultura, el comportamiento humano y la idea misma de un progreso humano en ascenso inevitable. Se hablara de “las creencias de su propia raza” (A. Rodríguez Portillo, diciembre de 1912), “de la raza latina” (Roque Palomo, mayo de 1913), de los “sentimientos de una raza” (R. Mayorga Rivas, septiembre de 1913), o de “el espíritu de las razas” (Miguel Román Peña, noviembre de 1913), “la raza latina y la raza germana o sajona…las enfermedades hereditarias de nuestra raza” (Amalia Henríquez, 1930), hacia lo biológico se proyectaba el concepto de evolución humana, al igual que su inevitable descalabro.
La más propicia ocasión se presenta para el renacimiento intelectual de El Salvador, después de un eclipse de varios años, debido al período de desorganización porque hemos atravesado.
Esta favorable oportunidad nos la da el actual Jefe de la Nación Salvadoreña…atrayendo las miradas se todos los pueblos hacia su vigorosa pléyade de hombres de ciencia, de letras y de arte, que hasta ahora han vivido aislados (1)
“Renacimiento intelectual de El Salvador”, J. Dols Corpeño, Presidente
Con los datos apuntados queda demostrado el marcado incremento que han alcanzado entre nosotros (23) las transacciones de la propiedad inmueble, en el rápido desenvolvimiento de la industria agrícola, que constituye la prosperidad del país.
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Como consecuencia de la extinción de ejidos, el 2 de marzo de 1882, cuyo sistema hacía difícil obtener los beneficios de la mayor parte de los terrenos del Estado, ha entrado toda la propiedad raíz en el caudal de las especulaciones económicas.
Por eso creemos que El Salvador es una de las Repúblicas de Hispano América que está menos expuesta a la conquista territorial por las razas extrañas.
Resuelto el problema administrativo de los ejidos que engendran los males y el atraso de la industria agrícola, como lo comprueba la Economía Política y Social, no es aventurado decir que se ha dado un gran halón en los destinos del país por la ruta indefinida del progreso (24).
“Apuntes acerca de la evolución del Registro de la Propiedad Inmueble en El Salvador”, Salvador Turcios R.
En acorde de contrapunto, dos intelectuales vincularon el “renacimiento intelectual del país” a la “prosperidad” económica que surgió por la ley de extinción de ejidos. Así se inauguró el Ateneo de El Salvador y su “Revista de Ciencias, Letras y Artes”, amparado por uno de los presidentes —Don Manuel E. Araujo— a quien se debió “el florecimiento de las letras” (1 de diciembre de 1912). Posteriormente, en 1930, el precepto jurídico por imponer el monolingüismo lo propuso el Ateneo como decreto de Ley aprobar en la Asamblea Legislativa. Había de preservarse “la pureza del idioma” (1930). No se pensaba en lo indígena —que se asumía asimilado— sino en las minorías a adaptar a una nación unificada: “los ciudadanos chinos y a los de raza árabe o a los conocidos en el país con el nombre de turcos”. Durante “el Día de la Raza”, “Don Miguel Ángel Espino” refrendó “la gratitud por el descubrimiento de este Mundo” y “el orgullo de…hablar la divina lengua de Cervantes”, “el único idioma nacional. En ese recinto descollaban Francisco Gavidia, Juan Felipe Toruño, Max H. Martínez, José Tomás Calderón, Alfonso Espino, etc.
Siempre se encubre que los mayores escritores indigenistas de 1880 a 1931 se negaron a transcribir las lenguas indígenas de El Salvador. Por ello, “la mitología de Cuzcatlán” siempre fue escrita en castellano, ya que se inventó un indígena sin lengua materna. Despojado de todo zoon logos ejon (animal dotado de lenguaje) y de todo zoon politikon (animal político), el indígena carecía de un idioma propio que le otorgara una episteme particular y se hallaba desposeído de sus antiguas tierras comunales. Por esta omisión, las historias literarias celebraron 1882 —auge modernista, Francisco Gavidia y Rubén Darío— en silencio del drama indígena: sin tierra comunal ni lengua que afectase la nación letrada.
Sólo la lectura surrealista reconocería la inevitable intersección —el azar objetivo— de dos eventos contemporáneos sin diálogo explícito. El ascenso modernista de la ciudad letrada y el descenso de la comunidad indígena despojada de sus tierras ancestrales. El día y la noche se sucedían del amanecer al atardecer, unidas en la totalidad que el análisis separaba. Las vías paralelas —hecho y percepción; estado y nación— sólo se juntarían en “el jardín de los senderos que” no “se bifurcan”. La poética —en su llamada ficción— anuncia la manera en que la subjetividad cultural siempre encubre los hechos de palabras. Auge literario nacional y/vs. Indígena sin lengua transcrita ni tierras comunales.
Tal dualidad sería el enmarque histórico que inauguró la antesala a 1932: celebrar lo indígena sin tierras ni idioma en una nación mestiza monolingüe (véanse todas las antologías e historias del siglo XX). Si la actualidad lo llama “el 32” —eliminación de lo indígena y su lengua— esa doble tachadura (1880-1931) que le antecedió quedó en silencio. Nadie denunció las leyes de expropiación de ejidos —percibidas como modernización del país—; casi nadie transcribió la mito-poética indígena en su lengua original (remito a mi libro “Siete/Chicôme estudios náhuat-pipiles”, 2017).
Con el hondo deseo de equivocarme, ojalá pronto se restituyan las múltiples denuncias de modernistas, regionalistas e indigenistas ante el agravio de una comunidad indígena sin sustento terrestre. Además, ojalá en breve se publiquen los documentos transcritos en chortí, náhuat, lenca, etc. que demuestren el compromiso literario con el indígena vivo, de 1880-1931 o, antes aún, desde la independencia. Tal vez la “reforma agraria” (1935) —celebrada en pintura por Pedro Ángel Espinoza— completó ese anhelo de tierras que aún ahora se elogia; el trabajo de María de Baratta y de Tomás Fidias Jiménez, la voluntad por rescatar la lengua materna (Cuadro II).
En segundo lugar, debe anotarse la discrepancia temporal entre 1932 y “el 32”. Si para el caso de Espino lo demuestra el recorte anterior del “Diario Oficial” (Cuadro I), para otro personaje ilustre —Salarrué (1899-1975)— lo verifican los dos volúmenes de “Obras escogidas” (1969-1970). El primer escritor se desempeñaba en el servicio diplomático; el segundo, junto a Francisco Gavidia, en el homenaje estatal a Goethe y al Padre Delgado, en la Universidad de El Salvador (1932) al iniciar una nueva “política de la cultura” (véase: “Torneos universitarios”, 1932).
Según el editor de Salarrué —Hugo Lindo— “el 32” no existía como categoría histórica clave que deslindara épocas en la producción literaria del país ni, en particular, del autor a quien prologa. Se reitera, “el 32” aún no existía en la consciencia histórica del compilar y prologuista, salvo en su estilística de “precisión geográfica”: “…eran los días rociados de ceniza del gran alzamiento de los Izalco…”. Nótese que el simple anuncio no denunció sino la textura artística del cuento, esto es, “el nombre de la rosa sin rosa”. Parecería que se manifiesta un choque interpretativo entre el presente (“el 32”) y el pasado (1932). Se anhela proyectar la visión actual hacia los actores pretéritos sin justificación (véase: “Masculinidades salvadoreñas”, 2017, “De 1932 sin el 32’ para las novelas de Lindo que hablan de 1932 sin referir “el 32”).
Por ello, en tercer lugar, si resultaría justo afirmar que en “Hombres contra la muerte”, Espino imaginó la caída pacífica de Martínez en 1944, en 1932 desempeñaba una misión oficial en defensa del presidente (Cuadro I). Quien imaginara el pacifismo del 44 —en el laboratorio de su novela— en 1932 representaba a Martínez en su futuro proyecto indigenista (Cuadro III). Otro periódico salvadoreño —“El Día”, 4, 9 y 23 de febrero de 1932— verificó que, junto a Juan Ramón Uriarte, Espino se disponía a defender el régimen en la capital mexicana, antes de dirigirse a Guatemala a proseguir el apoyo intelectual (véase: “Balsamera bajo la guerra fría”, UDB, 2009).
Todo ello lo realizó en nombre del indigenismo que hoy se alaba al confundir la imagen y la palabra con lo Real (véase O. Mejía Burgos, “Aliados con Martínez” (2015), para el “Grupo Masferrer”). De nuevo el fin justificaría los medios: crear una obra indigenista de prestigio, pese a su filiación con el poder militar, esto es, “el 32” sin 1932. Entre el hecho y su narración —“aquel año de 1932”— se interpuso la distancia temporal de quince años, aun si a menudo se confunda la fecha en el relato (1932) y la fecha del relato (1947), esto es, “el 32” equivale a 1932 en la lejanía. Su mezcolanza ingenua todavía anuncia la indistinción entre las palabras y las cosas.
Reiterando, el propio Espino verificó la distancia temporal de 1932 al 32 en la segunda versión de “Hombres contra la muerte” (1947). Sólo luego de la caída del dictador se permitió narrar la matanza y nombrar a Farabundo Martí, en ilusión histórica de referencia inmediata. Empero, a la vez, acusó la revuelta, de manera indirecta, ya que la violencia expresaba el autoritarismo, paradójicamente, el mismo sistema estatal que enmarcó su vida y obra. Del silencio ante la tragedia —revuelta y matanza—Espino también inculpó a la Universidad Nacional de El Salvador en 1935 —“la Universidad calló”— a la cual instaba a adoptar una posición nacionalista al “rebatir…las ilusiones marxistas”.
Por último, fuera de la ciudad letrada, hacia el pueblo de Huitzapan —Santo Domingo de Guzmán— la tradición oral reciente confirma la oposición a ambos frentes armados de la revuelta: ejército y “comunistas” (véase: “Titajtakezakan”, 2018). Gracias a la intervención celeste (ikajku) de los Santos Patrones, sus devotos quedaron absueltos de esa doble intervención, considera ajena a su proyecto local. A desglosar en un libro porvenir —“Recordar la diferencia” (UDB, 2019)— este testimonio anuda tres esferas que el pensamiento occidental escinde sin percatarse de su doble enlace.
El saber (-mati) objetivo presupone un conocimiento o saber visual (-ix-mati) inmediato, al igual que otro saber cordial (-yul-mati) que lo vincula a la creencia. El ideal científico anularía la “pre-historia de la vivencia” directa al vindicar un saber sin un conocimiento y presumiblemente, un saber sin creencia. A la derivación náhuat del saber-conocer-creer —mati, -ix-mati e -yul-mati— las ciencia sociales opondrían la separación tajante. “Lo sé pero lo desconozco; lo sé pero no lo creo”, viceversa. “Lo creo aunque no lo sepa; lo conozco sin saberlo”. Quizás la paradoja actual rezaría. “A ciencia cierta sé los hechos que desconozco y no creo” vs. “sólo sé los hechos que conozco y creo”. La ciencia, la conciencia y la vivencia forman una trinidad pre-teórica desdeñada. A esta separación, el apartado siguiente la llama “1932 vs. el 32”. Se trata de la encarnizada pugna de los vivos por apropiarse objetivamente (-mati) de las vivencias (-ix-mati) y creencias (-yul-mati) de los muertos. La Verdad de la Muerte la consigna el más Vivo.