…no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás sucedió como lo atestiguan el polvo del recuerdo y la memoria del agua…
I. Del olvido necesario…
II. Al archivo suprimido
III. 1932 vs. el 32
Resumen: Este breve ensayo constituye una introducción tardía a un largo prólogo (1994) de “Hombres contra la muerte (1942-1947), del escritor salvadoreño Miguel Ángel Espino (1902-1967). Dividido en tres secciones —“Del olvido necesario…”, “…Al archivo suprimido” y “1932 vs. el 32”— anota la manera en que un archivo histórico lo ocultó la necesidad de prolongar una teoría revolucionaria sobre el testimonio. Negando el presente, recapituló sus logros luego de los Acuerdos de Paz (1992), como si la urgencia guerrillera aún perviviese álgida en su cometido. Igualmente, sucedió con el legado de varios escritores clásicos salvadoreños. Afectados por tres acontecimientos cruciales —auge de la literatura nacional (1880-1931), inicio y fin del martinato (1931-1944)— su indigenismo desdeñó toda transcripción de las lenguas indígenas (1880-1931), al igual que jamás denunció la expropiación de las tierras ancestrales (1880-1890). El imaginario monolingüe mestizo exaltó un indígena sin lengua ni tierras por razones nacionalistas y de consolidación estatal. Tampoco condenó el despegue de las dictaduras militares, sino apoyó su proyecto cultural indigenista hasta que —molesto de su prórroga— optó por una transferencia del poder. Tal fue la dinámica que afectó la obra utópica de Espino. A ochenta y siete años de 1932 —veintisiete de 1992— debe atenderse cómo la memoria anhela olvidar archivos al reinventar un nuevo compromiso político sin debate cultural. Imbuido de nostalgia, el presente ansía restaurar esa efervescencia cultural —“la edad de los poetas”— cuya utopía espiritual floreció acorde a lo militar.
I. Del olvido necesario…
El presente ensayo lo escribí en la última década del siglo XX (“Miguel Ángel Espino. El éxodo inacabado” (1994), a descargar en academia.edu y reaserchgate). Respondía al ambiente teórico de la época, a comentar antes de aclarar el cambio de perspectiva: inmanencia revolucionaria vs. ruptura pos-guerrillera. Entre “el llanto de la madera”…
Hacia el centro, reinaba un ambiente de furor y entusiasmo ante la firma de los Acuerdo de Paz (1992) y el inicio de la posguerra. En efecto dispar, el carácter ideológico de los estudios centroamericanos —literarios, culturales, testimoniales, etc.— lo asentaba una simple oración dispar. “Casi nadie anticipó el cambio”; “casi ningún estudio predijo la conversión de la guerrilla en partido político”.
Tal era el “rigor de la ciencia” cultural en EEUU. Climatología ante la sequía sin anuncio, le asombró la disolución de su objeto de estudio privilegiado: la novela testimonial, comprometida en su apremiante anuncio milenario. Por decreto, no existía otra manera de testimoniar en iixpantilia previo y ulterior, al volcar lo universal —“el instinto de creer en el testimonio” (C.S. Pierce)— hacia un grupo histórico único.
A mi alrededor, sentía una nostalgia por prolongar una guerra lejana que nadie lucharía en carne propia. Intuía una nueva división del trabajo: dicho y hecho; teoría y práctica; imperativo y acción; norte y centro. Por insinuarla, me expuse a la censura del sacrílego, la del incrédulo que vivía bajo las dictaduras a impugnar. La secuencia guerrilla → partido político |ruptura| → auge de maras → crisis migratoria era imprevisible. Aún no sabíamos “dos no es igual que uno más uno” (J. Sabina): fórmula del debate luego de la fatiga del combate. Tampoco “que uno y uno sean dos…depende” (Jarabe de Palo), ya que los sentimientos y la sinrazón le impondrían el diseño a la lógica.
La inminencia de la revolución —por neo-profetismo— empañaba la calidad del desastre. El precipicio hacia el limbo. Cumplíamos —pensé— el ideal poético de la historia: la búsqueda de los muertos y su imaginario difunto. “El presente podía eludirse” al visualizar el pasado en su “sentido variable”. Irresuelto, no pasaba de persistir vivo en el ensueño fallido. Melancólica, la razón recapitulaba un proyecto guerrillero abolido por los Acuerdos de Paz (1992) que debían silenciarse. Sólo “cierto matiz olvidado” declaraba “ya no son los tiempos de antes” de “costumbres perdidas”.
No en vano, los mejores análisis del testimonio registraron esa época, como si el pasado revolucionario no lo revocara un nuevo paradigma político y cultural: la pos-guerra (véase: G. Gugelberger (Ed), “The Real Thing” (1996), entre otros libros destacados). Habían de asegurar la presencia de lo inexistente. Acaso, a Centroamérica remitían un temor oculto que los conducía a la soledad del cubículo. El sujeto metropolitano se veía a sí mismo disuelto ante el derrumbe de su objeto de estudio. Sin advertirlo, sufría el mismo sino nefasto que un personaje de ficción en el cono sur. Fuese el ávido lector en “Continuidad de los parques” (J. Cortázar) o el detective sagaz en “La muerte y la brújula” (J. L. Borges), con el silencio saldaría un réquiem anunciado. “Muertes periódicas y simétricas”. “La línea recta” —“incesante, indivisible”— hacia el futuro socialista, había sesgado su rumbo hacia la re-volución.
Sin el “puñal en la mano” contra el “lector” —sin “el revólver” borgeano— el protagonista desvió su rumbo hacia el re-torno del olvido centro-Americano en que vivíamos. De Cuzcatlán a Aztlán, el Camino Real nos esperaba impacientes pese al recuerdo extinto. Sólo un desdén por lo antiguo desconocía la re-volución sinódica que afectaba a este continente, antes incluso de llamarse América. De la familia lingüística Yuto-nicarao al Cristo Negro y La Llorona, las migraciones regían el ciclo periódico de las revoluciones, en el doble sentido de giro y revuelta. Quizás la verdadera re-Volución. Centro-América rotaba siempre “around the Center of America”, sin “hacer dos Américas.
Debido al descalabro, sería difícil preguntarse cómo mantener una autoridad académica viva ante un fantasma que se disipaba. Testimonio revolucionario sin revolución. Quizás, me aseguraban, resucitaría al “recordar su rostro muerto”. Empero, ante el nuevo espectro (Gespenst) que asomaba, lo imprevisible exigía un giro radical en la mirada y en la acción. El auge de los estudios culturales centroamericanos tarde intuiría su propio devenir descolonizador. Ahora en boga, espera difundirse en todas las lenguas subalternas a revitalizar por el giro antes aludido.
La tardanza la demostró la ausencia de documentos analíticos que indagaran el concepto clave de “testimonio” en las lenguas indígenas de la región: de las lenguas mayas, garífuna, a la náhuat y lenca. Parecía que anhelaban liberar un territorio mestizo, europeizado. La teoría juzgaba extraña la ausencia del pivote de la historia —el relato de la experiencia, “testimonio”— en otros idiomas que no fuesen occidentales (véase “Del iixpantilia. Preludio del testimonio”). Ni las lenguas indígenas ni su episteme —relevante para la historia en su vivencia directa— interesaban en ese momento. Bastaba recolectar obras literarias en castellano —traducidas al inglés— aplicarles la teoría revolucionaria en boga, para entender el principio histórico de su escritura. Preferably in English. El estudio de las lenguas indígenas —su filosofía— sería un campo que Centroamérica des-encubriría en el siglo XXI. Sin duda, en El Salvador, su estudio constituye el mayor legado cultural de la presente administración educativa (2014-2019).
Para esa crítica sin historia vivida —ginecólogo sin preñez—— el ejemplo prototípico lo ofrecía “Miguel Mármol (1966-1972)” de Roque Dalton. Por “Préstamo Inter-bibliotecario (ILL en inglés)”, la novela testimonial llegaba directamente hacia los escritorios de la crítica testimonial. La teoría definía un resultado a interpretar, sin el largo proceso de recolección. Leíamos testimonios sin testimoniantes al frente, ya que la letra justificaba su ausencia. Nadie se preocupó de rastrear los seis años —de 1966 a 1972— que duró la composición del trabajo final. Tampoco existieron entrevistas directas con la testimoniante de “Un día en la vida (1980)” de Manlio Argueta. En su política correcta, el laboratorio académico sustituía la experiencia directa. Sin embargo, de la literatura se exigía dibujar el mapa borgeano que recubría la vivencia completa de la historia, aun si fuera pasada y distante.
Como en otras obras de la época, la transformación de apuntes dispersos en novela —el archivo del autor— se juzgó secundaria. El libro de historia carecía de historia, al narrar datos selectos de un pasado, según el formato cronológico convencional. Como nueva musa, el testimoniante del pueblo dictaba —Dichtung, “poesía” en alemán— todas las letras, capítulos y documentos adicionales que Dalton realizó en seis años de vida. La innovación concluía en el eterno retorno de lo mismo. El poeta no escribía, sino transcribía el dictado (dettato) del soplo popular, como antes era el “intérprete” (Platón, “Ion”). El fin justificó los medios, en reverso inesperado: “ni revolución ni muerte”.
Hacia las antípodas, si el asesinato del escritor permaneció impune y en silencio, el archivo de su obra también prosiguió el mismo imperativo de encubrimiento. Aún vuela a la deriva del desierto como hoja en otoño. De seguro “el árbol” —materia prima de sus páginas— “trae sustos” que induce “el olvido que corre en la sangre”. Este plasma tiñó la infracción contra el mandamiento al “asesinar el árbol”.
Esta omisión exhibía la falta de una historiografía literaria. De nuevo, bastaba recolectar obras claves a menudo en su edición más reciente. Bastaba estudiarlas según la teoría científica correcta —el neo-marxianismo en alguno de sus enfoques en conflicto roqueano previsto— para obtener la sanción aprobatoria del “peer review”. La documentación histórica la opacaba el enfoque apropiado, la hábil elegancia de la interpretación. Si los estudios culturales desplazaban la vivencia, mínimo a un quinto plano —teoría → literatura → transcripción (-ix-pan-ti-lia) → testimonio (-ix-pan-tia) → vivencia (-ix-pan) / hecho— también excluían la historiografía.
En el pasado, las obras pictóricas se elaboraban para ciegos; las literarias, para analfabetas. Se silenciaron las opiniones de los contemporáneos, al resultar menos relevantes para el rédito político en boga. El mejor actor del pasado lo desglosaba el presente, ya que el verdadero tiempo histórico lo “sentimos correr junto con nuestra sangre” (J. C. Onetti). Tal es el argumento sobre Miguel Ángel Espino a revelar años después. “Más vale tarde que nunca”.