III. 1932 vs. el 32
Para entender el apoyo al régimen, es necesario aclarar que la cuestión del “32” no se reduce a la matanza o etnocidio (secuencia del Cuadro IV). En cambio, existió una progresión de cuatro acontecimientos complejos, a saber: ascenso de Martínez por golpe de estado (diciembre de 1931) (1), revuelta indígena (enero de 1932) (2), matanza subsiguiente (3) y apoyo a la política de la cultura nacionalista (4), es decir, anti-comunista. La cuestión a resolver no es simple: denuncia de la matanza (3). También debe demostrarse la manera en que se acusa o respalda el acceso de Martínez a la presidencia (1), el apoyo o reacción intelectual a la revuelta (2), así como el rechazo o aval a su política nacionalista que promueve el indigenismo artístico (4).
En estos tres rubros (1, 2, 4), los estudios culturales fallan ya que aún no descubren la documentación primaria que valide la oposición interna al martinato, a partir de su ascenso hasta su férreo régimen dictatorial (el término “política de la cultura” lo acuñó Julio E. Escobar asesorado por Salarrué, véase cuadro XI en la sección III.I, por venir). Por lo contrario, la versión oficial en boga imagina un régimen militar abierto a la crítica política y cultural —más amplio que la democracia actual. Elucubra que el dictador les permitió a sus oponentes publicar en las revistas y editoriales del estado, tal cual el “Boletín de la Biblioteca Nacional”. Por paradoja extrema del “Pulgarcito”, la severa “censura de prensa” autorizó la libre expresión del pensamiento. Ya se demostró que Espino desempeñaba un cargo diplomático que, difícilmente, se juzgaría en denuncia del régimen.
Asimismo, varios “cuentos de barro” aparecieron en revistas oficiales como si, en plena censura de prensa, el rescate de lo indígena y lo campesino avalara la política de la cultura del régimen (véase: “Del silencio y del olvido” para esta obra clave aún incompleta). Desde la defensa anti-imperialista de Alberto Masferrer (diciembre de 1931) —las ediciones de literatura regionalista— hasta el auge de la plástica (Cuadro V), el despegue del martinato ofreció un nacionalismo cultural en auge. El ideal supremo de “Patria” confesó “tenemos del general Martínez el más elevado concepto moral” (A. Guerra Trigueros, 1934). En ese breve aval se resumió su presunta oposición al régimen, el cual despegaría en un segundo período presidencial. No sólo la censura de prensa permitió la disidencia sino la subvencionó con suscripciones monetarias y su participación en la Universidad Nacional en los “Torneos Universitarios” (véase: “Diario Oficial”, 10 de febrero y 28 de marzo de 1932, en pago de suscripción oficial a “Patria”, su presunto oponente, y “Torneos”, 1932).
Sin compromiso con el alzamiento —en nefasta predicción retrospectiva, “la resinación del venado…y su sangre”— el “Cuento de barro. Balsamera” (febrero de 1935) denunció la revuelta, al igual que la matanza. Asombrosamente, el trágico etnocidio respondió a un “levantamiento de venganza” que, “el 2 de noviembre de 1931, lo anticipó el asesinato de Hoisil, defensor del principio pacifista” de lo indígena. No extraña que la “Obra completa” de Salarrué adrede haya excluido esta referencia, ya que dañaría la memoria que la actualidad forja del pasado. Más allá de toda teosofía, el crimen del padre primordial de los Izalco, consignaba una Imago Christi que despeñaría al grupo hacia la violencia. Ya se mencionó que Espino (1947) también condenó la violencia de la revuelta antes que la matanza por la deriva autoritaria que presuponía. Pese a su maestría estética, el cuento reiteró el pacifismo bucólico que vivía la comunidad campesina salvadoreña como lo adelantó Francisco R. Osegueda en 1932: “¿no constituye un crimen haber sacado de la vida paradisíaca a hombres que ahora llevan en la mirada señales de funesta inclinación?” (“Revista del Ateneo”, 1932)
En las publicaciones que el presente supone una crítica indigenista del régimen, sus lectores originales vislumbran su más fiel sostén (Cuadro VI, “Boletín de la Biblioteca Nacional”, No. 5, noviembre de 1932). Esta es la discusión siempre aplazada en el país, ante todo en víspera de elecciones presidenciales en ardiente disputa (febrero de 2019). Vivimos la ausencia de un debate intelectual en curso, más rezagado que el presidencial. Hacia el ascenso de posiciones influyentes, la exclusión de toda polémica renovaría la nostalgia de Juan Preciado por recobrar al padre (re)fundador de la literatura nacional. Su figura desplegaría el modelo a aplicar en el futuro, pese a la sorpresa acallada de su aval. La nación la construiría siempre el compromiso directo con el estado, sea cual fuere, más que la oposición radical.
Por ello, bajo estricta censura de prensa martinista, se suceden ediciones avaladas por el estado e independientes pese al rechazo. Las publicaciones de “Remotando el Uluán” (1932; la afro-descendiente Gnarda, cuestión denegada de género, sexo y etnia), “Cuentos de barro”(1933/1943/1944), “El Cristo Negro” (1936), “Eso y más” (1940) de Salarrué, comprobarían la voluntad del “Supremo Gobierno de la República” por la “reconstrucción” de la cultura nacional y por “difundir espiritualidad entre los educados”. Se trataría del “pan del espíritu” que el propio general Calderón “aquilata” por su importancia. Asimismo sucedió con la divulgación oficial de la obra del poeta nacional —“Jícaras tristes” (1936) de Alfredo Espino (1900-1928)— cuya poética bucólica había culminado en el suicidio, refrenda complementaria de su aplaudido idealismo. También, con apoyo oficial, se publicó “Biografía del escritor Alberto Masferrer” (1933), en elogio de su vida e ideales a aplicar junto a la condena de quien “¡no come carne pero mata campesinos…!” (citado por Quino Caso).
Por decreto notarizado actual, la dictadura de Martínez estuvo tan equivocada que ni siquiera reconoció a sus verdaderos oponentes. En cambio, sólo acusó de enemigo a un antiguo censor de prensa de su propio gobierno —Gilberto González y Contreras— quien al abandonar el país denunció el régimen (“Diario Oficial”, 21 de enero de 1932, para el nombramiento del censor de prensa). Según interpretaciones recientes, se volvió en uno de los primeros escritores salvadoreños marxistas (Cuadro VII y VII bis).
Este doble compromiso —martinato inicial; “marxismo” posterior— sugiere que el cuadro IV, a cuatro entradas en secuencia, añada una quinta en el Cuadro VIII, al igual que un intermedio de silencio. La colaboración inicial se revirtió en acusación retrospectiva del régimen y denuncia de la matanza. Los sucesos de 1932 los recabó la súplica tardía de una consciencia afligida. Tal cual Canoj en Espino (1947), la razón generacional “vivía en una sombra”, la de una colaboración infame “que se le había muerto…y…caminaba por la casa” sin ventanas de sus pesadillas.
El trayecto condujo de la complicidad a la denuncia: de 1932 al 32. A este procedimiento usual —1932 ß el 32— Quino Caso lo llamó “complejo de culpa” en 1952. Protegido por un fantasma (Gespenst en Marx), su escritura rescató el pasado desde el “cargo de conciencia” por “la orgía de sangre”, concepto que apareció en 1933 al honrar a Masferrer (“Biografía”, 1933). Entre la colaboración —directa o solapada— y la denuncia existe un intervalo de silencio. Esta reserva se juzgaría tan abismal que el presente la acalla de nuevo al imaginar una férrea dictadura sin colaboradores intelectuales al ámbito de “la política de la cultura” (“Torneos universitarios”, 1932 y “Boletín de la Biblioteca Nacional”, 1932).
En una fecha tan avanzada como 1987, la exaltación de “José Mejía Vides. Pintor de Cuzcatlán” (RHD Editorial) tampoco refirió “el 32”. Para la mirada crítica de sus editores —Aída Flores de Escalante, Matilde Elena López y Roberto Galicia— durante la “Exposición de 1932” en “la Biblioteca Nacional”, “el 32” aún no había aparecido como hecho histórico fundamental en la vida del pintor. Su silencio lo continuó su encuentro “con Alberto Guerra Trigueros”, proseguida por “la segunda exposición…a fines del 32 en la Biblioteca Nacional”, así como durante “la década dorada de sus primeros triunfos” (1935-1939).
Este silencio —1932 sin “el 32”— lo reconfirmó Camilo Minero cuyas referencias, al final del libro, recubrieron los hechos históricos por la perfección técnica de “resolver los problemas pictóricos”. A cinco años de los Acuerdo de Paz (1992), los autores en su conjunto refrendaron que lo “espiritual…sabe robar…el secreto de su belleza” en 1932 sin la mención del “32”. Las exigencias de la memoria histórica actual no habían calado, incluso en el compromiso artístico de López y Minero. Desde 1932 a 1987 —pasando por las “Obras escogidas” (1969-1970) de Salarrué— en nombre de la “espiritualidad”, las “actividades literarias [y artísticas] en el año de 1932” silenciaron “el 32” (J. F. Toruño en “Revista del Ateneo”, 1932).
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Hay distintas maneras de referir los hechos. No se trata de la oposición tradicional —política oficial— entre la derecha y la izquierda. En cambio, el interés por indagar los eventos socio-políticos y económicos transcurre paralelamente al desinterés por las re-presentaciones. ¿Sólo importan los hechos sin dichos ni imágenes? En esta conjugación de los opuestos, mientras se discute la revuelta —sus causas, efectos y consecuencias, “el 32”— se olvida el desenlace cultural, esto es, el indigenismo en pintura, 1932. Empero, “la Verdad en Pintura” sustituye lo Real, como lo demuestran los museos nacionales y las antologías literarias (véase: “Política de la cultura del martinato”).
En 1932, junto a la represión, la censura de prensa, las guardias civiles y el control policial, la Universidad Nacional y la Biblioteca Nacional organizaron eventos culturales en honor a Goethe, al Padre Delgado y al indigenismo. Esas acciones complementarias —represión y nacionalismo cultural— ocurrieron simultáneamente. La sombra y la luz —el cuerpo y el alma— se soldaron en unidad indisoluble en la República Política de este Mundo. La defensa espiritual del Otro presuponía su ataque material. Los opuestos se enlazaron en amplia represión y compasión sincrónicas de un mismo gobierno. El castigo militar y el halago artístico formaron el yin y yang de una misma administración gubernamental.
El dilema actual se reparte entre la condena y el elogio de una misma entidad estatal a desgajar según el rédito político en boga. En el patíbulo, se coloca la maldad corporal del enemigo (“el 32”); en el pedestal, su bondad espiritual, la del amigo (1932). En 2019, la herencia artística y letrada de la dictadura aún funda el ideario nacional común de ambos contendientes. A nueve décadas del augurio en Toruño (“Revista del Ateneo”), los Acuerdos Nacionales de Paz (con)firman las “actividades literarias [y artísticas] en el año de 1932” como herencia espiritual perenne, pese a la materia violenta, “el 32”, en la cual se encarnaba.
A continuar…