— Creo que ahora sí acertó, dio en el clavo. Cuando uno se ve imposibilitado a cavilar sobre su propio pasado, una especie de tedio o de demencia lo corroe sin fin. No hay escapatoria alguna. Es como una cizaña invisible que lo recubre a todo lo largo de su cuerpo. ¿A caso no ha sentido nunca ese malestar?
— Sí, como no, precisamente en estos días me ha invadido sentimiento de escozor. Usted sabe, ¿no?; la pérdida de un familiar cercano, encontrándose uno tan lejos, siempre lo deja apabullado. Es como un gusto de derrota o desgane moral —confesé, turbado, tartamudeando, casi en llanto la pesadumbre de la pena callada.
— Pero no se aflija tanto, por el momento, quizá, la herida es reciente y por eso supura; con el tiempo, ya verá que cicatrizará en seguida. Así nos ha pasado a todos.
Y su voz resonó ronca, en eco imitativo, como interpretando un presagio, un fatídico samsara que ronda sigiloso, en llama intermitente a nuestros zaguanes. Y es que a todos nos pasó así. Un telefonazo intempestivo, repentino y una voz tenue, deslustrada, sombría, dejando traslucir la pena, anunciaron el fallecimiento de un familiar cercano. Y en la desesperanza, uno casi cuelga, enmudece, mientras sílabas, palabras y oraciones enteras se desmoronan, sollozan difusas la impotencia. Nada queda. Solo el recuerdo desdibujado de haber compartido una temporada de pasada alegría y sin poder trasladarse a tan retirado origen, ha aceptarse el dolor en el aislamiento, aun más punzante. Así nos retorcimos cada uno de nosotros ante la congoja.
Pero en ese instante, donde el dolor acentuó su incisión no fue en la llaga, en esa cortadura que mana de la memoria del deceso. Su repiqueo solo sondeó leve en el recuerdo. Me zahirió, más bien, la honda convicción de haberme convertido en sonámbulo, incapaz de pensar la Muerte.
Es como si hubiese evacuado de mí toda voluntad de reflexión. No podía sentarme ni un solo minuto a ver pasar el paisaje verde del verano, desde alguna ventanilla del tren, porque debía atender solícito las demandas imperiosas de los clientes. Un café con leche a la derecha, una cerveza y un sándwich de jamón a la izquierda, una coca más adelante…
Sin pensar la Muerte. Me pareció haberme despojado de toda humanidad, como si un personaje de ficción, sin independencia propia, se hubiese apoderado por entero de mí. Ya nada me pertenecía; solo seguía siendo mía una honda pena dictando la carencia. He renunciado a lo más elemental, me he desprovisto de toda razón. Mi actuar se ha vuelto mecánico, predeterminado, prosiguiendo solo el ritual del estribillo: té, café, chocolate, sándwiches, bebidas frescas. Y si bien me sugirieron que más no valía pensar en ello, juzgué esa conjetura descabellada. Al contrario, sentía un ímpetu exigente de meditar la Muerte, de contemplarla, cara a cara, de enfrentarla, de voltear la cabeza hacia el lado izquierdo—dicen— y observar, lento, cómo me persigue sin cese. Ni siquiera eso; no hay tiempo. Como en período de suspensión, sin pensamiento ni raciocinio, solo el artificio de mi quehacer machacando el olvido. Ser humano sin razón, en renuncia a la más primaria de sus funciones. Eso somos, elementos puros de la reiteración ritual. Reflejo endeble del estribillo repetido, ese soy yo.
Sin pensar la Muerte. Volvió a resonar con fuerza avasalladora la sentencia implacable. Sigo la rutina diaria, moroso ambular irreflexivo, sin que el más leve rumor de mi pesar se mitigue en el aliento. La pesadumbre se oculta, se cobija bajo la atención que uno prodiga al cliente. Ya el lema de nuestra compañía lo anuncia: sourire compris. Y no es sino luego de haberme desembarazado del fardo de mercadería, que el malestar corroe la memoria. Quizá mi locura consista en esa falta, en no poder pensar la Muerte, en esa hendidura que provoca romper la historia. Mi alienación sigue siendo esa, negarme toda conjetura sobre los antepasados.
Si tan solo pudiera invocar la Muerte, encontrarla a la vera de algún camino; si tan solo pudiera discutir con ella, convocar su presencia en el próximo vagón de este lúgubre tren, solitario y vacío, acordar los hilos de los cuales pende la vida, si tan solo pudiera… A caso algún día su visión vendrá a colmar mi llanto.
— Salvo a usted, ¿no?, —manifesté, interrumpiendo mi elucubración y volviendo a retomar el hilo de la plática—. Usted corrió con más suerte en ese sentido porque tuvo el consuelo de no quedarse desamparado, luego, incluso, de su propio fusilamiento.
— Bueno, pero, ¿cómo sabe usted que no me vi triste y sin arraigo después de que casi me mataron? Al contrario, hube de errar días enteros, separarme de amigos y compañeros, y explorar lugares ignotos para no dejarme atrapar por el enemigo.
— Sí, eso lo sé, pero durante ese éxodo tuvo un encuentro memorable. Y a eso me refiero cuando le digo que no quebró con la tradición. Usted si pudo platicar largo y de cerca con una de nuestras grandes figuras. Y esa suerte solo se le concede a muy pocos. Ella lo protege ahora en su turbulenta carrera de político. Le expliqué en detalle lo que había pensado, días antes, acerca de su visión.
— Ah, no, pero ese fue un incidente secundario, pasajero, una simple anécdota, sin mayor trascendencia —reclamó, en movimiento de brazos negativo, sonriente, Don Miguel.
—No, no se crea —le contesté con gravidez seria, haciendo variar el tono de su desacuerdo—. Ese encuentro fue un verdadero prodigio, una manifestación palpable de su hondo arraigo en la memoria de nuestro pueblo. Casi, diría yo, un tributo o un homenaje a sus acciones en Izalco. Y la prueba de ello, es que salió ileso. Ella no jugó con usted, sino más bien, le indicó una guardia segura.
—Bueno, sí, es cierto que andaba huyendo. Y hallé albergue cerca de un río—aceptó, como disimulando una ligera ondulación de los labios—. Pero dígame, a ver, ¿usted qué sabe de ese encuentro? En esa época no había nacido, además, yo nunca creo habérselo comentado con anterioridad —me interrogó, arrugando el ceño de la incomprensión.
— Sí, lo sé, pero ese fue el pasaje que más me fascinó de su biografía. Y desde que lo leí, la semana pasada, he tratado de imaginarme cómo ocurrió —le confesé mientras empezaba a recomponer todas las imágenes que me había forjado alrededor de ese suceso impresionante.
— ¡Ah!, claro, ahora caigo. Es por eso que ha andado pensando en mí todos estos días, casi invocándome —golpeó leve con la palma abierta el muslo de su pierna derecha.
— Pues sí, fíjese, ese suceso explica el aprecio que le guardaban los izalcos. No en vano enviaron a una de sus divinidades en su socorro.
— Pero, ¿eso cree realmente? —extrañado me miró con la cabeza gacha, bajó los párpados y frunció los labios redondeados que se levantaron hasta tocar la nariz.
—Por supuesto, mire, como usted apenas lo menciona, tuve que deducir el resto o, quizá, imaginarlo.
A continuar…
PARTE I: Duro como Mármol
PARTE II: Duro como Mármol
PARTE III: Duro como Mármol