En ese momento, uno completa su pasado, lo actualiza, lo vuelve presente a través de su actividad. Es imposible rehuirlo.
— ¿Quiere decir que se trata de una especie de Karma, de un sino de guanaco que debo llevarlo en vida? —interrogué, incierto, sin cernir en su integridad el sentido de su afirmación.
— Si a usted le parece el nombre más justo, no tengo inconveniente alguno llamarlo de esa forma —se detuvo un instante, casi pensativo, caviloso movimiento de cabeza, seriedad en la expresión—. Lo cierto es que resulta de una marca, de una seña que desde su nacimiento lo distingue de una manera particular.
— Ahora le entiendo perfectamente, es un padecer de guanaco que se manifiesta a pesar de la lejanía.
— Sí, fíjese, a esa conclusión he llegado después de conocer a tanto paisano en el exilio. No sé por qué, la gente del cono sur, por ejemplo, corre con otra suerte, como si una estrella diferente los encaminara. Siempre encuentran una colocación acorde a sus intereses, un acomodo seguro, ¿no le parece?
— No lo sé, tal vez; en realidad conozco muy pocos —respondí, dudoso, sin atreverme a aventurar la menor conjetura—. Lo que sí es cierto es que a pesar de movernos exteriormente a ritmos tropicales, en el fondo, somos nosotros los que llevamos impreso el drama del tango.
— Sí, así es, tiene razón. Esa es la tragedia. Es que nuestro caso es distinto. Por eso le insisto en que nos persigue ese sino umbilical. No importa dónde estemos, allí se llevará a cabo, como si nuestras vidas no pudieran realizarse sin dar cuenta de ese pesar —repitió con voz ronca, opaca, Don Miguel—. Además nos envuelve el olvido, nunca dejamos huella, ni siquiera Salarrué ha sido traducido a otros idiomas, hasta él es un desconocido; ahora, nosotros, ¿qué quiere?
— ¡Hmm! Por eso le digo que se trata de un karma, de una pena ancestral que hemos de expiar en vida. Mire, primero la guerra sin fin y ahora el terremoto.
— A saber si sea realmente una expiación —se encoge de hombros, hincha la papada—. Pero, bueno, dígame, sinceramente, ¿conoce a caso a varios salvadoreños que hayan conseguido un trabajo justo en este país?
Y yo sigo despejando el recuerdo, revisando caras conocidas, en el palpable abatimiento de los triunfos malogrados. Las primeras imágenes evocan la dura realidad, ese diario darse de topes con la falta de trabajo, a todos aquellos que pensaron en reconstruir su vida en un mejor lugar. Huyendo de la guerra, de la crisis económica, o de la depresión, emprenden un largo viaje de esperanza hacia la tierra promisoria. Y luego, al ritmo de la nostalgia del bolero, retumbando en algún cartucho de azotea, admiten, a regañadientes, su preferencia por la libertad del desempleo.
¿Y quiénes son ellos? Mis amigos y yo mismo, también, consumidos, casi a la inanición y el acabamiento del rechazo repetido, encaneciendo, día a día, ante el embate de la repulsa, hasta que, cantemos con gozo, el éxito de la aceptación. Y el bolero se vuelve salsa en desenfreno, alegría explosiva el día en que se inicia la labor.
Y así nos ocurrió a todos. El ingeniero con vértigo de altura, venido a menos, sobrepasa su miedo, se encarama a techos empinados, los recorre con cuidado de equilibrista, instala antenas de televisión con su técnica de electrónica. La dibujante de artes gráficas, recibe niños en su casa, improvisa guarderías, se ocupa del baby–sitting por las noches. Ese fue también el paradero de aquel doctor en no sé qué humanística, por necedad de quedarse en este lado del paraíso, hubo de enrolarse como hacelotodo en una abarrotería. Y elucubrando su tesis sobre cooperativismo, trapea suelos, pule platos, jala con su carretillas pedidos voluminosos. A todos nos sucedió así. Aquel otro terminó su maestría para luego convertirse en sereno.
— No, creo que no conozco a nadie —hube de confesarle, aturrando labios y hundiéndolos hasta que los dientes alcancen a infringirles un mordisco de desesperación.
— Ese es el volado, lo que le comentaba, el destino del guanaco. Ya ve, nadie se salva, ni siquiera usted, que ha andado tantos años afuera—. Mire —señaló mi uniforme y más allá, a mis espaldas, el carrito con ruedas repleto con mercadería— aquí fue a quedar atrapado, preso, sin saberlo.
—Pero, no, no, no puede ser —disentí en negativa de inconformidad —tienen que ver algunos que hayan escapado a ese camino tormentoso.
— A ver, ¿quiénes?, cuénteme — inquirió con aire de desafío—. En todo caso le aseguro que serán muy pocos.
Y volviendo a hurgar la memoria de los conocidos, sólo dos figuras erraron por el recuerdo, confirmando la excepción que hace la regla. Ellos encarnaban la única vía hacia el ascenso. Un escritor, vuelto vendedor de armas, se armó de un amplio apartamento en el centro de París. En el tiempo libre que le concedían arte y metralleta, casi por costumbre discurría sobre las mejores modalidades de gobierno. Él nos demostró cómo la fuerza física se impone la palabra. Asimismo sucedió con un cónsul vitalicio. Engalanado siempre a la muy catrín, explicaba que más valía codearse con altas autoridades, en lugar de rondar con desesperanza el desempleo. No precisó títulos ni manejar lenguas para el alcance de su puesto. Le bastó una estrecha relación de amistad, un cerrar de manos grato y luego frecuentar por días enteros, gente de prestigio. “Cuestión de roce social, tú”, solía repetir, en mano izquierda gacha, inclinada hacia atrás, recibiendo el aplauso sordo de la derecha.
—Sí, en realidad tiene razón; han de ser contados —admití con rencor, en el desconsuelo de palpar el duro impacto de la vida diaria.
—Pero, no se crea, eso no es lo más grave. A decir verdad, a nadie le cae mal una pequeña temporada de obrero, así puede darse cuenta, por usted mismo, en qué consiste ese trabajo. Además, a usted, seguramente, le hacía falta concientizarse un poco. Lo peor de todo es romper con la Muerte; eso es lo más penoso.
— ¿Con la muerte? —repuse, sobresaltado de escuchar de sus labios una palabra cuya resonancia me removió del asiento.
—Sí, claro, con los antepasados, con la historia, con la Muerte —aclaró solemne, con la vista baja, Don Miguel. En mis múltiples viajes me he dado cuenta de ello. Creo que es la experiencia más dolorosa, la cual, muchos de nosotros, nos conduce a una especie de locura.
— ¿Lo dice porque la lejanía no nos permite compartir el dolor con nuestros allegados? — interrogué, temeroso, casi quebrando la voz.
— No, no tanto por eso. Sé que siempre existe una forma sutil de comunicación, pero es puramente intuitiva. No, no es eso, exactamente, lo que quiero hacerle comprender. No sé si me entiende.
— Entonces, ¿una falta de participación? —advertí ansioso de adivinar su conjetura.
— Sí, quizá eso sea más justo; aunque, en verdad, la acción no cuenta sola, si no se acompaña de un mínimo de reflexión.
— ¿Quiere decir que no podemos pensar el dolor, esa honda pena que provoca la Muerte?
A continuar…
PARTE I: Duro como Mármol
PARTE II: Duro como Mármol