El Salvador
domingo 24 de noviembre de 2024

Duro como Mármol (II)

por Redacción


El relato "Duro como Mármol" lo escribí en 1987 cuando trabajaba de "vendedor ambulante" para Wagon Lit, la compañía que distribuía bebidas y alimento en los trenes franceses de la SNCF. Describe una anécdota del encuentro con dos figuras míticas de El Salvador —Miguel Mármol y la Siguanaba— durante una espera solitaria en un tren vacío en el puerto de Calais.

—Sí, como usted, ¿no? —me contestó con la mayor naturalidad, como si me conociera de ante mano—. Pues mire, siendo sincero, yo ando en recolecta de fondos. A mí no me da pena pedirle dinero a estos europeos, ¿cómo va a creer? Esos son sentimientos pequeñoburgueses, me repitió sin cesar, en pulido acento que solo en raras ocasiones se aspiraba, en alusión lejana a su origen. La cuestión es simple; se trata primero de explicar la situación del país, su historia, convencerlos que eso de los comunistas es paja. La lucha ya viene de años, hay que hacerles comprender, explicarles que los motivos se hallan en la miseria y falta de democracia. Si desde el siglo pasado, con Aquino, ya andábamos en el mismo alboroto. Ahora, eso no basta, es necesario pedirle plata, que colaboren. ¿Usted cree que a mí me va a dar pena?

Gesticuló con manos abiertas. Apuntando ambos índices hacia su pecho.

—Como no, claro, le entiendo, hay que pedirles ayuda y colaboración. Lo que me queda aun oscuro es su manera de tratarme. Parece que me hablara como si me conociera. Aunque siendo franco, le diré, yo también comparto esa impresión. Estoy convencido de haberlo encontrado antes.

Me acodé en el asiento, ahuequé mis manos conformando una imaginaria bola de cristal.

— ¡Hmm!, no le creo que tenga tan poca memoria. ¿A caso no ha estado pensando en mí todos estos días? ¿Tan rápido lo olvidó? Acuérdese que al insistir mucho en una idea precisa, puede acabar por materializarla y volverla real. Quizá por eso aquí me tiene, yo vine precisamente a verlo.

— ¿A mí?, ¿por qué? —pregunté casi sobresaltado, poniendo la mano sobre el corazón que latía en extrañeza. Arrugué las facciones, volcándome hacia atrás del asiento, en incomprensivo movimiento de cabeza.

En ese momento recordé que el tiempo libre de la semana, lo había ocupado en viajes continuos a la biblioteca, buscando referencias acerca de los acontecimientos del 32. Ellos fijaron en mí una figura de dura solidez, un joven artesano, zapatero remendón, fundador de los primeros gremios, como también del Partido Comunista Salvadoreño. Su imagen, casi mítica, me quedó grabada de manera permanente; tan indeleble se había vuelto su presencia, que creo incluso haber soñado varias veces con él.

—No puede ser, es imposible —repetí insistente en voz alta, haciendo oscilar manos y cabeza con incredulidad.

— ¿El qué? ¿Qué es lo que no cree? —replicó con tranquilidad y parsimonia en leve gesto de sosiego —. Ya se lo dije, los encuentros siempre se preparan de antemano, no hay nada fortuito.

— Pero usted, aquí, ahora. Miguel, Miguel Mármol, pero si yo lo creía —y una especie de escalofrío intenso, calando hasta los huesos, se apoderó por entero de mí, como si una brisa polar recorriera manos y piernas; titubeo y mis dientes rechinan de estupor —muerto.

— Y eso qué importa —añadió con la misma calma, con un simple encogimiento de hombros, mientras un gesto de serenidad llenaba el rostro impávido —lo que cuentas es poder platicar ahora, en este instante; aunque lo estuviera. Usted me está viendo y hablando conmigo. Incluso, casi podría tocarme. Eso es lo importante, no lo otro.

—Sí, pues, la verdad es que quería encontrarlo desde hace varios días y platicar con usted largamente —confesé, mientras recorría mentalmente página a página un libro grueso y minúsculo, su biografía, en busca de una serie de imágenes que habían quedado grabadas en mi memoria.

— Claro, mire, es cuestión de destino. Como nos interesamos por las mismas cosas. A usted le inquieta el papel del Izalco en el 32, ¿no es así?, habría que encontrarnos tarde o temprano a discutirlo.

— ¿Destino?, ¿Pero cree usted que exista? —repliqué, frunciendo, extrañado, párpados y mejías.

— Por supuesto, usted es el mejor ejemplo. Dese cuenta nada más —dijo señalándome primero con el dedo y luego con la palma extendida hacia mí.

— ¿Cómo? ¿Qué insinúa? —le pregunté mientras extendía las manos sobre el muslo y frotaba la una sobre la otra, como si una corriente fría se hubiera colado desde una ranura de la ventana.

—No se haga, usted es un ejemplo viviente, casi podría afirmar, la encarnación de ese papel predeterminado que a todos nos corresponde jugar. Mírese —inquirió en movimiento de cabeza; apuntando con nariz y boca hacia mi pecho con un gesto subrayó las iniciales M(ini) B(ar), tejidas sobre la bolsa izquierda de mi camisa.

Yo seguía sobándome las palmas, recorriendo con las yemas de la derecha, la superficie rugosa y encallada de la izquierda, sintiendo como esas manos endebles se habían vuelto macizas en unos cuantos días de andar jalando el carrito. Y cada sílaba del estribillo ritual: té, café, chocolate, sándwiches, bebidas frescas, depositaba un sedimento sólido, recubría, en capas, la piel marchita. Sólo había que repetir la letanía, sin cesar, siempre al mismo ritmo de villancico acompasado, para que su eco provocara el asiento de una callosidad carrasposa en mis manos.

—Fíjese, cuando más pretende volverse francés, tanto más se apodera de usted su sino de nacimiento. Sorprendente, ¿no le parece? —afirmó, en giro del troco hacia el frente, apoyó antebrazos en muslos, juntando las yemas de sus dedos.

—No le entiendo todavía, ¿a qué se refiere exactamente cuando menciona el destino? —cada vez más confundido agité la cabeza en negativa, bajé el ceño y cejas en seña indecisa.

— Eso es simple. —me explicó en ligero revoloteo de mano extendida—. Usted, como  yo, es guanaco, ¿no?

— Claro, claro, ¿pero cuál es la relación con el destino? —interrogué, inquieto, sin captar el fondo de su conjetura.

— ¡Ah!, le repito que eso es sencillo —lanzó los dedos hacia afuera, desempuñando manos apoyadas en coderas— Usted, persona instruida, conoce bien las características de ese animal, supongo.

— Por supuesto, ¿cómo cree que podría ignorarlas? —respondí con una risa que denotaba la ingenuidad de su pregunta.

— Bueno, entonces, dígame, ¿cómo lo describiría —reclamó con rapidez.

— ¡Eeeeh! —titubeó de la reflexión, antes de contestarme —mire, es uno de los camélidos de América, ¿no?, un animal de carga.

— Ya ve, eso es lo que le decía, usted ha venido a Europa a cumplir esa misión, únicamente a eso  —insistió en tono grave, en revelación de una fatalidad— ¿A caso su trabajo no consiste en una actividad semejante?

— ¡Hmn! —asentí a regañadientes, mientras recordaba lo que otros compañeros de trabajo me habían confesado. Ser vendedor ambulante es una tarea ardua, ingrata, siempre has de llevar a cuestas un peso considerable, cambiar constantemente de trenes con ese fardo de mercancías y, como si eso fuera poco, esperar largas horas de tedio en una ciudad desconocida, antes de emprender el regreso.

—Cuestión de ombligo, ¿me entiende? —aclaró aún más solemne, en la convicción de revelar un enigma—. Eso no se borra, se cumple; tarde o temprano nos captura.

A continuar…

PARTE I: Duro como Mármol 

Miguel Marmo l11

Miguel Marmol. Foto: http://eltorogoz.net/