El Salvador
domingo 24 de noviembre de 2024

Duro como Mármol

por Redacción


El relato "Duro como Mármol" lo escribí en 1987 cuando trabajaba de "vendedor ambulante" para Wagon Lit, la compañía que distribuía bebidas y alimento en los trenes franceses de la SNCF. Describe una anécdota del encuentro con dos figuras míticas de El Salvador —Miguel Mármol y la Siguanaba— durante una espera solitaria en un tren vacío en el puerto de Calais.

Como de costumbre, mi trabajo de vendedor ambulante en los trenes me obligaba a permanecer largo tiempo en vagones vacíos.

Ahí arreglaba bebidas y sándwiches, los acomodaba en el carrito con ruedas que me servía para recorrer el ferrocarril después de su salida.

Iba de una punta a otra, jalando continua y minuciosamente más de cien kilos de carga y ofreciendo prodigios de golosinas a ambos costados. Allí descubrí el mundo de la oportunidad; recibiendo únicamente la comisión, sin salario de base, intentaba vender lo máximo en el corto tramo entre dos estaciones.  La ligereza y la rapidez se convirtieron en mis atributos permanentes. Con una tensión constante, avanzaba a paso agigantado, tratando de no oscilar demasiado con el bamboleo del tren.

Embebido en esa actividad rutinaria, todo movimiento y conteo de mercancía se vuelve mecánico. El pensamiento divaga por los recuerdos, mientras las manos alistan latas y botellas. Un chirrido agudo, como si alguien acabase de deslizar la puerta del compartimiento vecino, perturbó de pronto mi concentración. No le di importancia alguna, pues sabía que con seguridad se trataba de algún revisador. No fue sino luego de haber terminado el arreglo que me asomé a la ventanilla con el fin de ver si algún indicio anunciaba nuestra pronta partida. Me dirigí al camarote contiguo y sin reparar quien se encontraba ahí, pregunté:

— ¿A qué horas salimos? —pensando, por supuesto, que el inspector sabría si no había retraso alguno.

—No lo sé —repuso un señor sin más, con un movimiento de cabeza y un ligero subir de hombros.

Me extrañó, sobremanera, el hallarme frente a un pasajero a tan temprana hora. De inmediato pensé que había olvidado bajarse, ya que mediaba una hora de diferencia entre la llegada a Calais y el regreso a París. Nunca subían viajeros antes de la llegada del barco proveniente de Inglaterra. Inquieto por su inusitada presencia, así como por su aspecto, poco característico de la región, intenté elucidar la razón de su permanencia.

Su tez morena, talla baja, rechoncha, se vestía de un clásico traje oscuro. La cabeza redondeaba, apenas cenicienta, miraba firme a su interlocutor, escrutando en él los verdaderos motivos del encuentro. Apostado en el largo sillón, se hundía en su asiento flexible dejando percibir, de su diminuta figura, sólo sus partes más sobresalientes. Su cuerpo me pareció sólido, como en reflejo de un nombre pétreo. La tradición emanaba de sus sienes, sobre todo de la izquierda, particularmente arrugada. Ellas expresaban, en sus surcos, los pliegues de personalidad a las distintas situaciones de la vida. Creí haberlo visto con anterioridad; no sabía dónde, pero se apoderó de mí una amplia certeza.

Me intrigó una impresión profunda de reconocer en él a un personaje familiar. Eso despertó mi interés en hablar con él y entablar una conversación larga.

— ¿Anda de viaje? —inquirí desde la puerta del compartimiento, sin atreverme a franquear el umbral.

— Sí, desde hace tiempo. Como usted, ¿no? —contestó  de inmediato, con un tono que dejaba traslucir la seguridad de lo consabido.

Ese aire de perito en mis asuntos laborales solo logró ensanchar mi curiosidad y mi asombro. Era imposible que un desconocido supiera de mi calidad de trabajador errante. Cada día hacía una ciudad distinta, pero siempre entonando el mismo estribillo: té, café, chocolate, sándwiches, bebidas frescas. Yo seguí hurgando en la memoria, interrogando el pasado; en revisión detenida de rostros familiares, intenté en vano identificar al pasajero.

— Claro, me toca andar de tren en tren, vendiendo lo que se pueda —aclaré—. Habla bien el español usted, ¿es latinoamericano?, — interrogué, mientras le pedía permiso de sentarme en la banca del frente, en diagonal a su posición.

— Sí, obvio, se nota, ¿no? Prieto y cutuco. ¿Dónde no? Además mire —dijo, inclinando la cabeza hacia el abdomen para señalar su volumen poco discreto— la pura tortilla, la chenca con chojoles, lo mantiene a uno en dieta de engorde.

— ¡Hmm!, así que es mexicano o de Centro América —pregunté, con el revuelo de toparme con un casi paisano en tan lejanas tierras, porque en el sur no comen tortillas.

— Sí, de por ahí, por ahí, de seguro somos vecinos —respondió escabullidizo, cubriéndose aún más de una aureola de misterio incierto.

— Entonces, por eso dice que lleva tiempo viajando; si viene desde allá, es largo el trayecto.

Seguí tachando figuras del recuerdo, sin encontrar correspondencia alguna con el señor, pero cada vez más convencido de haberlo visto, al menos, pasar por la calle rodando.

— No, no es por eso. Ahora vengo de otro lado. Más bien porque emprendí carrera de político. Actualmente ando de gira, casi diplomática, diría yo.

Cruzó la pierna, osciló el tronco, tranquilidad meditativa el señor.

— ¡Ah!, ¿entonces es diplomático? —indagué con voz risueña, pensando haber acertado la causa de sus continuos viajes.

— No, no exactamente. Digamos —titubeó alargando las vocales—, delegado.

— Sí, entiendo, delegado de algún grupo o partido —aclaré, con la certeza de que el conflicto actual había suscitado el desarrollo de varios canales diplomáticos.

— Bueno, mire, para ser franco, usted comprende, ¿no?, como latinoamericano, me refiero. Ha de tener una sensibilidad por lo que sucede en Centro América y, especialmente, en El Salvador.

— Por supuesto, conozco muy bien el problema. ¿A caso usted es salvadoreño?

Sorprendido aún más, peló los ojos, y mi sonrisa, casi de bobo, expresó asombro y perplejidad. Y empezaron a sucederse un sinfín de diapositivas; como disco que gira a una velocidad vertiginosa, transcurrieron personajes descompuestos, fragmentados. El agitado rompecabezas, apenas logré recomponer algunos cuantos. El humor y el albur de un profesor de primaria, en quien matemáticas y geografía siempre eran excusas para jugar con nuestra ingenuidad. Ni siquiera se podía contar hasta 70, porque entonces setrenta; ni tampoco mencionar Sumatra, porque entonces la Sutra. Buena lección de gramática. Pero no, no es él; estoy seguro. O quizá aquel que para proteger la reputación de las clasemedieras, castas hasta el matrimonio, propuso el edificio de un monumento a quienes desahogan a sus pretendientes. Al fin y al cabo, solía repetir, no todas somos iguales. Él nos enseñó anatomía, o tal vez sociología. No, tampoco es él. Y la agilidad de otro más, que en su espíritu deportivo y de equipo, nos dirigió y entrenaba casi a diario para ganar el campeonato. No, no pude ser.  Entonces, ¿dónde lo he visto?, fruncí el ceño, bajé los párpados superiores del interrogatorio interminable.

A continuar…

Miguel Mármol (izquierda) con Antonio Obando Sánchez en El Salvador. Foto: Arturo Albizures.

Miguel Mármol (izquierda) con Antonio Obando Sánchez en El Salvador. Foto: Arturo Albizures.