Elías Antonio Saca sabe que dentro de unos minutos va a ser condenado a prisión. Quizá por eso está relajado, sonriente, hablando con una defensora pública que también sonríe. Su rostro es una ruleta de expresiones. A ratos gesticula. A ratos ríe. A ratos mantiene la seriedad. Está ahí, en una sala judicial capitalina, esperando a que el Tribunal Segundo de Sentencia lo convierta en el primer expresidente salvadoreño condenado por delitos de corrupción.
¿Qué hablaba Saca con la defensora pública? Solo horas más tarde, cuando el juez haya dictado la sentencia, y todos los condenados se hayan retirado de la sala de audiencias, la abogada relatará que el exmandatario le decía que su caso era una venganza política y que había entregado muchas cosas más de las que los fiscales habían cuestionado. Pero esas palabras, explicará la abogada, se las dijo durante todo el juicio.
Horas antes, cuando el reloj marcaba las dos de la tarde, Saca esperaba con serenidad a los jueces que dictarían la sentencia en su contra. La vestimenta era la misma de días atrás: un pantalón azul negro, una camiseta blanca y unos tenis color gris. Una toalla blanca sobre su rodilla izquierda y una bolsa transparente abajo de su silla eran sus únicas pertenencias. Solo eso. Nada más.
Los jueces tardaron algunos minutos. Pero cuando arribaron a la sala de audiencias, comenzaron la lectura de la resolución sin mayores preámbulos. Uno de los juzgadores comenzó a leer la sentencia. Cuando mencionó el nombre del expresidente Antonio Saca, este cerró los ojos por unos segundos y escuchó atentamente.
El juez explicó que Saca estaba acusado por los delitos de lavado de dinero y peculado y que, de acuerdo con el pacto alcanzado con la Fiscalía a través del proceso abreviado, sería condenado a cinco años de prisión por cada delito. Cuando Saca escuchó la sentencia del juez, reclinó el cuerpo hacia delante y unió los dedos de su mano.
El juez siguió leyendo la condena contra los otros imputados: Élmer Charlaix, exsecretario de la Presidencia, también fue condenado a diez años de cárcel; César Funes, exsecretario de la Juventud, y Julio Rank, exsecretario de Comunicaciones, fueron condenados a cinco años. Francisco Rodríguez Arteaga, exjefe de la Unidad Financiera Institucional (UFI) de la Presidencia, a seis años. Jorge Herrera, también empleado de Casa Presidencial, fue condenado a tres años, y Pablo Gómez, técnico de la UFI, a 16 años de cárcel. Este último fue el único que no quiso someterse a un proceso abreviado y fue juzgado de manera ordinaria. El juez consideró que los argumentos de este, en el sentido que solo obedecía órdenes, no tenían consistencia, puesto que era alguien que sabía que se estaban cometiendo ilegalidades al desviar miles de dólares para rubros que no eran de la presidencia.
Minutos antes de detallar las condenas, el juez había hecho una síntesis de la manera en que Elías Antonio Saca y sus cómplices habían desviado más de 300 millones de dólares para beneficio personal. El mismo relato de siempre: el primer día que Saca asumió la Presidencia de la República creó un reglamento que le permitió desviar varios millones de dólares, catalogados como gastos reservados, a cuentas bancarias creadas por Élmer Charlaix, Pablo Gómez y Francisco Rodríguez Arteaga. Ahí comenzó la ruta del dinero que después acabó en las manos del expresidente y sus amigos.
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Después de leer las condenas, el micrófono pasó a manos de la jueza. Ella leyó las condenas en concepto de responsabilidad civil. A Saca lo condenaron a pagar al Estado $260 millones 732 mil. Élmer Charlaix deberá devolver $15 millones, César Funes $886 mil, Julio Rank $8 millones, Francisco Rodríguez Arteaga $7 millones, Pablo Gómez $5 millones y Francisco Rodríguez Arteaga $7 millones.
Cuando Saca escuchó la resolución esbozó una leve sonrisa. Los abogados defensores se mostraron inconformes y aseguraron que apelarán esa resolución porque los fiscales no lograron demostrar que el expresidente Saca y los demás condenados se habían apropiado de esas cantidades de dinero.
Al finalizar el juicio, el expresidente Saca se puso de pie y giró la vista hacia un reloj colocado arriba de la puerta de la sala de audiencias. Era poco más de las cuatro de la tarde. Ni si quiera volvió a ver a los periodistas que intentaron entrevistarlo. Caminó a toda prisa, se encontró con Mario Machado, su abogado, cruzó unas palabras y abandonó la sala. Su destino era una celda del Sector Nueve del Penal La Esperanza.