Adentro es un espacio reducido, húmedo, desordenado. En la pared de enfrente, pegada con cinta adhesiva, está la fotografía del agente José Adán Servellón – asesinado el pasado sábado frente a sus dos hijos -. Al costado izquierdo: un escritorio, una silla y un radio trasmisor. Es la subdelegación de la Policía Nacional Civil (PNC) de San Jacinto, San Salvador.
Allí, al fondo, hay una habitación con cinco o seis catres. Sobre una silla de plástico reposan dos delgadas colchonetas. En el patio está un baño y un extenso lavadero. En el suelo hay tres baldes con agua.
Dos jóvenes agentes aguardan en la delegación, mientras sus compañeros patrullan en la calle. La noche del martes recibieron, a través de un comunicado, una noticia que no cayó en gracia: suspensión de licencias a nivel nacional.
El estado de emergencia, según explica el documento policial, es coyuntural y transitorio debido a los últimos ataques armados donde han muerto policías, muchos de ellos estando de licencia.
— ¿Qué fue lo que les dijeron?, pregunto.
Uno de los policías señala una hoja de papel bond pegada en la pared. Es el memorándum emitido por las jefaturas policiales. En una frase subrayada con marcador fluorescente se lee: “A partir de la fecha y hasta segunda orden se suspenden las licencias, permisos y descansos semanales del personal policial”. Abajo, con plumón rojo y en mayúscula dice: “Ojo”.
El otro policía rompe el silencio y manifiesta con un tono de indignación:
— Eso es todo. A nosotros no nos han dicho nada de palabra. Y ya pueden ver las condiciones en la que estamos. Nosotros necesitamos ver a la familia, estar con la familia, no dejarla sola por mucho tiempo.
— ¿Sabe cuál es el problema? – cuestiona el otro agente – que si uno se queja lo único que le ofrecen es depurarlo. Nosotros estamos conscientes que la situación está difícil. Pero, también nos cansamos, somos humanos. Además, acá no tenemos incentivos, comenzando por las condiciones y el salario. Y a pesar de todo, nosotros nos dejamos la vida en la calle.
En la delegación de San Jacinto el calor es asfixiante. Los dos policías continúan adentro, sentados, comunicándose por radio y hablando de sus condiciones. Afuera se estaciona una patrulla policial y dos agentes bajan a tres sujetos tatuados de sus cuerpos. En el celular de uno de ellos hay mensajes cifrados, en clave, que hablaban de “fierros, juguetitos y pegadas”.
— Ve, esto es de todos los días. Los de abajo, los que andamos en la calle, los que ponemos el pecho y la cara, a los que nos están matando, somos los que estamos en peores condiciones.
— La gente del nivel ejecutivo – dice el otro – viven en mejores condiciones, tienen a sus familias en lugares seguros, pasan en oficinas y en sus casas. Y esto se lo va a decir cualquier compañero base. El oficial le va a decir lo contrario, que tenemos buenas condiciones, que hay motivación, incentivos, en fin…
La plática continúa por varios minutos. Los agentes se desahogan, con decepción, con desánimo. A ratos con coraje. Uno de los policías se pone de pie, observa la fotografía y dice: “imagínense que les mataran a un compañero con el que conviven, con quien andan en la calle, con quien comen en el mismo plato y duermen en el mismo catre. No es sencillo”.
En San Marcos
El agente observó que un automóvil puso las luces intermitentes y se estacionó frente a la casa contigua a la delegación. Segundos después escuchó un golpe en el techo, seguido de una fuerte explosión y un relámpago que le cegó la vista.
El vehículo aceleró con brusquedad y se marchó a toda prisa. El policía estaba en el suelo, aturdido, con un pitido en los oídos y con poca visibilidad. Sacó su pistola y se arrastró unos metros. Era tarde. Los atacantes habían escapado.
Eran pasadas las ocho de la noche. En ese puesto policial de San Marcos, solo se encontraba él y otro compañero. Se reviso la cabeza, el rostro, los brazos. No tenía ninguna lesión. Se puso de pie y caminó en medio de una nube de polvo.
Entró a la caseta principal y pidió refuerzos. En ese momento observó que tenía una herida en su antebrazo derecho. Luego salió. Se enteró que su compañero también estaba ileso. Hicieron una inspección y descubrieron otra granada, intacta, en la entrada de la delegación. Esa no explotó.
Hoy miércoles, a las tres de la tarde, el agente evoca esa escena. Asegura que ese día volvió a nacer, que fue Dios quien lo protegió. “Si la segunda granada hubiera estallado, hoy no estuviera contando este cuento”, comenta con una risa irónica.
Otro policía de esa misma delegación, que pasa de los cuarenta años, también crítica la situación por la que están pasando todos los agentes «del nivel básico» de la corporación. Los salarios de hambre, los pocos recursos, la inseguridad de sus familias. Esas son las críticas que repite una y otra vez.
— Hay una orden de suspensión de licencia, les piden…
— Mire, este acuartelamiento nos genera más zozobra e incertidumbre. Uno no sabe si mañana va estar con vida. Pero, ¿sabe una cosa? La suciedad está arriba. Esa es mi conclusión. Nosotros andamos en bus y vivimos en zonas infectadas. Solo Dios con nosotros. De ahí no hay más.
Después de decir esas palabras, el policía guarda silencio. Luego saca su billetera, extrae un papel y comenta: “Esto les va a parecer un chiste, una burla”. Extiende su mano y muestra un cheque de un bono entregado por el ministerio de Seguridad. La cifra es de un dólar con cincuenta centavos. Una risa nerviosa aparece en su rostro y calla de nuevo. Contesta una llamada y sale de la oficina. Afuera el país continúa igual.