El 24 de marzo de 1980 un francotirador asesinó de un certero disparo en el corazón a monseñor Óscar Arnulfo Romero. Tres días antes había celebrado el que fue el último matrimonio que presidió: el de Gilberto Canjura y su pareja Roxana.
34 años después y en la víspera de la beatificación, el exmagistrado del Tribunal Supremo Electoral (TSE) relató a Diario1.com el casamiento con Roxana, cómo se enteró de la muerte del obispo y su trabajo en el Arzobispado en la época de monseñor Romero:
Había fijado el 22 de marzo de 1980 para casarme con Roxana, mi pareja. Estaba claro que necesitaba que un sacerdote oficiara uno de los sacramentos más trascendentales de la Iglesia Católica y pensé que monseñor Óscar Arnulfo Romero era el indicado. Nos conocíamos porque yo empecé en el Arzobispado de San Salvador en marzo de 1978 y su oficina estaba a tres puertas de la mía. Cuando le pregunté si podía participar como oficiante me respondió que tenía una agenda bien apretada, no me aseguraba nada, que me iba a avisar; y lo entendí porque definitivamente era un hombre muy ocupado que saltaba de reunión en reunión y cuando salía de la iglesia era para atender otras invitaciones de sus amistades.
Enfrentado a esa irremediable respuesta no tuve más que pensar en otras alternativas. Los primeros que vinieron a mi mente fueron los monseñores Ricardo Urioste y Rafael Urrutia, a quienes conocía de cerca por mi labor como abogado administrativo en el Arzobispado. Y a decir verdad ya daba por hecho que Romero no iba ni siquiera a asomarse a uno de las celebraciones más importantes de mi vida pero la sorpresa llegó: sin avisarme él llegó y tomó uno de los lugares más importantes al presidir mi matrimonio. Fue una gran alegría cuando lo vi aparecer en San José de la Montaña. Fue muy significativo que haya hecho tiempo en su agenda pese a lo complicado que le resultaba.
Después del casamiento hubo una pequeña fiesta pero él no fue. Los sacerdotes no son muy dados a andar en actividades sociales y lo entiendo. Quizá aceptan ir a tu casa a cenar pero solo a cosas puntuales. Y nada más.
Posteriormente emprendí un viaje a Chiapas, México, a las tierras del mítico Subcomandante Marcos. Casi al caer la tarde del lunes 24 llegué a Ahuachapán, pasé a una gasolinera y me encontré con un conocido que trabajaba en publicidad muy cerca de don Boris Eserski, el dueño de TeleCorporación Salvadoreña (TCS). Respondió el saludo e inmediatamente me preguntó: “¿Sabés que mataron a Monseñor Romero?” La pregunta me sorprendió y fui corriendo a llamar por teléfono. Me respondieron que era mentira y solo se me ocurrió pensar que era una persona desinformada.
Seguí mi camino. El martes al mediodía salí a un restaurante a almorzar, me senté y vi las noticias: el lunes 24 habían asesinado de un balazo en el corazón a monseñor Romero. Se me derrumbó todo, me quedé sorprendido. Como estaba en las montañas de Guatemala no había escuchado la última homilía en la que instó a los soldados a desobedecer al alto mando y no matar a sus hermanos, a sus prójimos. Para ese sector él había tocado el dedo en la llaga, es decir, había llegado a su final. Es que estaban tratando de desmoronar moralmente a la tropa… quizá él no previó los alcances que podían tener sus palabras pero si se analiza detenidamente uno puede darse cuenta de lo que realmente estaba diciendo.
Mi llegada al Arzobispado era casi una cosa natural. Siempre estuve ligado con los movimientos religiosos interesados en el realismo social. La nuestra fue una generación nueva influenciada por los jipis, los movimientos de derechos civiles, el Mayo Francés, la Revolución de Cuba, la literatura y la música salvadoreña y otras cosas. Antes que nosotros ya habían irrumpido en la vida nacional jóvenes como Héctor Dada Hirezi, Antonio Morales Erlich, Guillermo Manuel Ungo y otros vinculados a la Acción Católica Universitaria (ACUS).
Mis vacaciones las pasaba con unos sacerdotes que se iban a convivir con comunidades pobres en Sacacoyo. Estaba por graduarme como estudiante de Derecho cuando me llamó don Guillermo Galván, el padre de Guillermo Galván -exfuncionario de la administración de Mauricio Funes- y me ofreció hacerme cargo de los asuntos jurídico-administrativos del Arzobispado. Mi primera tarea fue ordenar el archivo patrimonial de la Iglesia; fue una tarea ardua… ¡puede imaginarse la cantidad de documentos!
A medida que el trabajo se intensificó me di cuenta de cómo realmente estaba la cosa. En el Socorro Jurídico del Arzobispado estaban Roberto Cuellar, Florentín Meléndez, Boris Martínez y Efraín Castro. Pero monseñor Romero empezó a pasarme un poco de la carga laboral de los casos que ellos que se encargaban, sobre todo, de casos de violaciones de derechos humanos pero a mí me enviaban casos de legalización de tierras que necesitaban los campesinos para no quedarse sin un lugar donde vivir ni sembrar lo necesario para comer.
No pasó mucho tiempo desde que entré al Arzobispado hasta que me dieron ese tipo de casos. Yo ya había trabajado en tribunales durante tres años y no me dio miedo; eso no me hacía temblar. Pero lo terrible era cuando te decían: “Hoy va a conocer el caso de un señor que tiene una semana de desaparecido” o “detuvieron a varios sindicalistas que estaban reunidos”. ¿Y cuál podía ser el problema que unos sindicalistas estuvieran reunidos? Pero así era la cosa.
También debía participar como mediador cuando alguien se tomaba embajadas. Pasó que muchas veces llegaban unas dos personas a la embajada de Costa Rica y de pronto se metían un montón de campesinos y cerraban las puertas; con la de Venezuela pasó lo mismo y al final la única solución era contratar aviones y llevárselos del país porque a sus casas no podían regresar. A veces me tocaba hacer los trámites mortuorios de los sacerdotes que había asesinado el Estado. Hice los de un padre en Santa Tecla, los de otro que una banqueta había aplastado en El Despertar o cuando quemaron la casa de unas religiosas en Guazapa. Era un ataque sistemático a quienes desde su opción cristiana promovían los derechos humanos.
Es que las condiciones en las que monseñor Romero agarró la Iglesia eran como las de una papa caliente. Su antecesor, monseñor Luis Chávez y González, ya había saboreado la persecución de sus sacerdotes; también él lo había sentido cuando le asesinaron a unos en Santiago de María, Usulután.
En ese entonces la Iglesia salvadoreña estaba dividida en un cuerpo colegiado: a Romero le tocaban Cuscatlán, La Libertad, San Salvador, Chalatenango y La Paz; el obispado en Occidente le correspondía a Benjamín Barrera y Reyes; de San Miguel, José Álvarez; y de San Vicente, Pedro Aparicio Quintanilla. Éste excomulgó a varios sacerdotes de su diócesis, entre ellos al padre David Rodríguez, que ahora es diputado del FMLN; es que sus escritos rayaban en el delirio, hasta llegó a asegurar que en El Salvador había espías soviéticos. Esos eran los hermanos de monseñor Romero dentro de la Iglesia; con él solo permanecía Rivera y Damas.
Mi trabajo también consistía en ir a presenciar cateos. Por ejemplo, cuando allanaron la iglesia del padre Rutilio Sánchez en San Martín porque creían que estaba vinculado con la insurgencia y que por eso tenía armas y propaganda escondidos. Aunque no lo crea los militares a veces guardaban un tipo de formalidad y antes de actuar avisaban al Arzobispado pero sería demasiado ingenuo si creo que no llegaban antes. Así era aquella época en la que hasta asesinaban a estudiantes solo porque llevaban en sus mochilas libros de ciencias sociales. Era una sociedad en la que los derechos más mínimos no valían nada. Ahora es diferente.
Cuando Romero llegó al Arzobispado la Iglesia ya estaba siendo perseguida porque sus sacerdotes se habían identificado en buscar la historia de las sociedades en las que trabajaban, es decir, querían transformarlas para que sus habitantes pudieran ejercer sus derechos. Pensaban de manera menos dogmática en comparación con la iglesia tradicional y se abandonó aquella idea de que en la tierra solo se había llegado a sufrir para gozar de tranquilidad en el cielo.
Entiendo que después de su asesinato quisieron silenciar su legado. Ahora también sabemos que Juan Pablo II no era santo de su devoción aunque lo más seguro es que se encuentren en el cielo, o bueno, a menos que haya cielos diferentes y todavía no nos lo hayan dicho.